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Azúcar joven

Un colectivo laboral donde no escasea la entusiasta y productiva fuerza juvenil hace del central Majibacoa uno de los más eficientes del país en la actual contienda azucarera

Autor:

Juan Morales Agüero

MAJIBACOA, Las Tunas.— Cuenta la leyenda que en época de la colonia existió en cierta comarca tunera un cacique llamado Jibacoa. Un conquistador español se enamoró perdidamente de su bellísima hija Yahíma. Al no ser correspondido, planeó raptarla. Pero la joven se enteró a tiempo y huyó en compañía de su padre. Nunca más se volvió a saber de ellos. En honor a ambos, la región adoptó el apelativo de Majibacoa, asociación de la última sílaba de Yahíma con la palabra Jibacoa.  

Hoy se llama así el municipio más pequeño de Las Tunas. En sus predios se construyó el segundo central azucarero de la etapa revolucionaria. Lo inauguró el 22 de abril de 1986 el General de Ejército Raúl Castro Ruz, quien, admirado ante la hazaña tecnológica, expresó: «Nos llena de orgullo, aunque sabemos que es mucho lo que nos falta por hacer, que de esta complicada maquinaria, ya el 60 por ciento se produce en Cuba».

En la vanguardia

Para los tímpanos escasamente entrenados, recorrer las áreas fabriles del ingenio Majibacoa puede resultar un ejercicio de autoflagelación acústica. En efecto, la estridencia de los escapes de vapor y el chirriar de las máquinas procesadoras de materia prima llegan a abrumar por el exceso de decibeles y conminan a dialogar en alta voz. Empero, ese mismo bullicio deviene todo un regalo para los oídos de sus trabajadores, pues les confirma que su fábrica está moliendo bien.      

En la plantilla del central figuran unos 200 jóvenes. «Algunos tienen responsabilidades que definen la producción en un turno de trabajo —dice Geomani Campos, jefe de la sala de control y análisis—. Los tenemos a cargo de la cabina del tándem y alimentando los molinos. Otros operan los tachos, las centrífugas, los turbogeneradores… Con ellos tenemos garantizada la tradición azucarera del municipio».

El también dirigente de la UJC me cuenta que unos 30 muchachos estudian Ingeniería en Procesos Agroindustriales en la universidad, o se hacen técnicos de nivel medio en los politécnicos. La preocupación fundamental es que nunca falte caña para moler. El Majibacoa puede triturar 7 000 toneladas de materia prima por jornada. Cumplir esa norma no solamente beneficia a la economía del país, sino también la de la billetera.

 

Frank Enrique controla en cada jornada todo el sector automático del central.

Oleydis tiene al laboratorio del Majibacoa como su segunda casa.

El trabajo en las calderas Yasmani lo enfrenta con altas temperaturas, pero con medios de protección.

Dixán Rodríguez tiene 21 años de edad y hace poco cumplió su Servicio Militar General. Es graduado de nivel medio en Mecanización Azucarera. Aquí labora en una mesa hidráulica, desde la cual vuelca hacia los basculadores el contenido de los camiones que llegan cargados de caña.    

«La industria azucarera permite que uno se desarrolle como persona y como trabajador —afirma—. Todos los días se aprende algo nuevo. Aquí comencé como ayudante de mecánico y poco a poco he ido elevando mi perfil. La tarea es dura, pues los  turnos son de 12 horas consecutivas. Pero eso no interesa tanto cuando vemos los buenos resultados en la producción».

Superación, pertenencia y generaciones

Geomani, mi anfitrión, me invita a visitar otras áreas. En el camino encontramos a Frank Enrique Rodríguez, descendiente de una familia de tradición azucarera. Estudió para trabajador social, pero la meladura lo atrajo y decidió reorientarse. En el central se capacitó como mecánico A en sistemas de control automático, especialidad en la que labora. Esta es su octava zafra.

«Los interesados en aprender un oficio tienen en la industria azucarera un campo ideal —acota—. Soldador, electricista, químico, pailero, jurídico… ¡Aquí cada área es un aula! Empecé como corredor de masas en fabricación. Luego fui operador de filtros de cachaza y ayudante de mecánica en los molinos. Durante el tiempo en que estuve disponible, venía todos los días al ingenio a mirar lo que hacían en la parte automática. Así me hice ayudante del taller de maquinado. Tiempo después hubo una plaza disponible en Instrumentación, y la ocupé. La vida es como un ejercicio de superación».

Frank Enrique explica que su trabajo es variado y de campo. Es decir, tiene que ver con el control de la presión mediante la manometría; la medición de la temperatura; el PH del agua y de los jugos; la alimentación de la caldera… Todo eso se realiza mediante equipos automatizados, que entre otras múltiples funciones propician también que la industria se beneficie con un balance energético estable y eficiente».

En el merendero del central un piquete de jóvenes y de veteranos comenta sobre la Serie Nacional de Béisbol. La mayoría pondera la actuación de los Leñadores tuneros, candidatos a ganar el título. Pero otros dudan de que puedan mantener su formidable paso. Así discuten, polemizan, argumentan… Todo en un ambiente de fraternidad. 

«Aquí no hay conflictos generacionales, sino mucha abnegación y compromiso —dice Geomani—. Formamos un colectivo unido y con un propósito común: contribuir a que el ingenio produzca eficientemente la mayor cantidad de azúcar posible. Cuando ocurre alguna rotura, no nos sentimos bien hasta no verla solucionada. Incluso podemos hasta aplazar el descanso».

Entre calderas y probetas

Yasmani Vázquez tiene 27 años de edad y comenzó a trabajar en el central Majibacoa en el Cuerpo de Vigilancia y Protección (CVP). Gracias a su voluntad de superación, se capacitó y ya lleva cuatro zafras como operador de calderas. Sus deberes le exigen estar pendiente de varios parámetros, entre estos el nivel del agua. También debe limpiarlas y revisarlas para que funcionen bien en un contexto de alta temperatura y lengüetas de fuego, que él controla con una larga vara metálica.   

«Me preparé como operador de calderas en una escuela técnica perteneciente al central Antonio Guiteras, del municipio de Puerto Padre —precisa mientras atiza por un boquete el vientre al rojo vivo—. Ahora quiero matricular una carrera universitaria, porque en este tiempo quien no estudie se queda rezagado. Aquí estimulan mucho la superación. Creo que la eficiencia de nuestra industria tiene que ver con el nivel de preparación que ha conseguido su colectivo».    

El joven reside en la comunidad de Omaja, a pocos kilómetros del ingenio. Es casado y, amén de su esposa, cada día esperan por él en casa dos varoncitos que son su obsesión. El mayor tiene poco más de un año de nacido, y el menor apenas cuatro meses. Con su actitud ante el trabajo, Yasmani intenta transmitirles valores que los formen como buenas personas.

Nuestro recorrido por las áreas del central azucarero nos conduce hasta el laboratorio. En sus instalaciones es donde los especialistas determinan parámetros como el grado de maduración de la caña y el por ciento de pureza del jugo.

Entre probetas y tubos de ensayo encuentro a Oleydis Santanachi, quien ejerce como especialista en química de tachos. Ella analiza con su instrumental y cristalería los materiales de muestra que le envían desde otras dependencias, tales como masas de diferentes tipos y mieles intermedias.

«Soy graduada de nivel medio en fabricación de azúcar —dice—. Estudié en un curso organizado por la empresa, una iniciativa que ha favorecido en cuanto a capacitación a un buen grupo de personas. Aquí en el laboratorio laboramos varias mujeres. Yo llevo ya 18 años. Siempre he creído que estamos preparadas para desempeñar cualquier tarea».  

El día a día de esta fémina no es pan comido. Ella reside en Buenaventura, una localidad perteneciente al vecino municipio de Calixto García, en la provincia de Holguín. Para llegar a tiempo a su trabajo, deja la cama sobre las 4:00 a.m. Luego de su jornada en el ingenio regresa a casa, a cumplir lo que ellas llaman su segunda jornada laboral.

«Soy casada y tengo dos hijos grandes. Aunque mi gente me ayuda bastante en las tareas domésticas, cuando llego asumo las de costumbre. ¡No puedo evitarlo! Así, paso por la cocina, lavo lo que haya sucio, organizo la casa, los atiendo… Ya eso es costumbre. En mi escaso tiempo libre visito a mi madre, leo un poco, veo televisión… Y al otro día estoy lista para enfrentar de nuevo mis deberes».

Colofón con sabor dulce

Miguel Ángel de la Torre (1884-1930), un distinguido cronista cienfueguero, escribió una vez en un diario de La Habana esta joya que retrata poéticamente nuestra tradición azucarera:

«El azúcar es nuestro oro nacional, el guarapo es la sangre de Cuba, el ingenio es el corazón del país, y el verde penacho de la caña tremolando sobre el vaivén musical de los cañaverales es como otra bandera cubana».

Los jóvenes que se esmeran y producen en esa agroindustria en el central Majibacoa integran también tan caro patrimonio.

 

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