Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

José Ramón Fernández y el alazán del cambio

Fernández convirtió en parte de su estilo de dirección elogiar los abordajes atrevidos de la realidad nacional 

Autor:

Ricardo Ronquillo Bello

Aquel 27 de enero de 2017 me levanté ansioso. En la columna de opinión de esa edición dominical de Juventud Rebelde había publicado un comentario sobre un tema tan delicado como poco frecuente por su tesis: la actualización económica nacional y la preocupante dilación de los tiempos en que este proceso estaba transcurriendo.

Tras un análisis de las causas y consecuencias de esos costosos retardos terminaba por alertar: Repito, a riesgo de ser mal juzgado, no podemos olvidar que, como legó William Shakespeare, tan a destiempo llega el que va demasiado deprisa como el que se retrasa demasiado. Para la medida de un proverbio chino, una pulgada de tiempo es una pulgada de oro.

Muy temprano en la mañana sonó el teléfono, provocándome el corrientazo de un mal presagio. Levanté el aparato con precaución felina, para escuchar del otro lado una voz que, por su acento y gravedad, sería muy difícil de desconocer para los que hemos seguido con pasión este tramo hermoso y complejo de la historia cubana. Era José Ramón Fernández.

Presentí, en medio del apresuramiento y la sorpresa, que tendría que enfrentarme a un difícil cuestionamiento de mi comentario dominical con una de las leyendas vivas de la Revolución, con el oficial pundonoroso levantado contra el batistato, el referente obligado de los combates victoriosos de Girón, el ministro con un rastro de delicadeza, decencia y eficiencia, al asesor al final de una extensa vida de fidelidad y entrega casi inauditas.

El inicio de la conversación contribuyó a acentuar esa idea. Comenzó por decirme que había logrado «engañarlo», y con ello atrapar su atención, porque pensó que haría un análisis de la pelota criolla —los Alazanes acababan de ganar la temporada beisbolera…

A partir de ese momento me volvió el alma al cuerpo, como solemos decir en esta Isla, porque, además de elogiar el estilo con el que había introducido el asunto, lo había hecho con los argumentos con que debían hacerlo, como él, todos los revolucionarios, los cuales no podían perder de vista que en la suerte de la transformación económica se estaba jugando la del modelo de socialismo.

Más tarde fui descubriendo que aquel espaldarazo telefónico no podría presentarlo nunca como una exclusividad. Fernández convirtió en parte de su estilo de dirección —de estimular moralmente— llamar él mismo a numerosos periodistas, casi siempre para elogiar abordajes atrevidos de la realidad nacional.

No lo hacía solo con colegas radicados en la capital. Jorge Luis Merencio, corresponsal del diario Granma y actual director del semanario Venceremos, me relató sobre su diálogo telefónico con él, a propósito de un material de esa naturaleza.

La primera vez que tomé conciencia de esa manera peculiar de relacionarse con la prensa —en un país y una etapa en que lo más común era una visión instrumental o hasta cierta subestimación—, fue en el período en que me desempeñé como subdirector editorial del Diario de la Juventud Cubana. En varias oportunidades los directores salían de su oficina anunciando al Consejo de Redacción una llamada de Fernández con ese propósito.

Durante ese tiempo tuve el honor de servir de mediador para entrevistas y otros materiales y siempre descubrí en esa relación un gran respeto, admiración y estima por este que García Márquez llamó «el mejor oficio del mundo».

La colega Margarita Barrios, con casi toda una vida profesional dedicada al abordaje de los temas educacionales —en no pocas oportunidades con cuestionamientos a un sector que siempre fue tratado como un cristalito, por ser una de las piedras preciosas de nuestro socialismo— fue testigo de varios de esos enaltecimientos, gracias a la mediación de los servicios de Etecsa.

Por la fecha en que recibí en casa la última llamada de Fernández se puede adivinar que, aunque superaba los 94 años, nunca aceptó la idea del «reposo del guerrero». De Fidel había aprendido que los revolucionarios no dejan el deber por el lugar más cómodo y mucho menos se retiran, al menos mientras la obra de justicia y libertad de Cuba estén dolorosamente inconclusas.

Mirando hasta con mayor sentido premonitorio podría considerar ese postrero telefonazo como el anuncio de una nueva era para la comunicación y la prensa en Cuba.

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