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El faro del ejemplo

La vida del Che estuvo sostenida por la coherencia entre su pensamiento  y su actuación. Ese es el mayor legado y el eterno compromiso de cada una de las generaciones que ven en su figura el paradigma de revolucionario

 

Autor:

Liudmila Peña Herrera

No encuentro una imagen más tremendamente representativa de la transparencia y el ejemplo, de la hidalguía y el coraje, que aquella donde aparece con el pecho al descubierto y la mirada puesta en su objetivo, como si nada fuera capaz de apartarlo del camino, mientras empujaba una carretilla en medio del primer trabajo voluntario donde campesinos, obreros, jóvenes… se le unieron para construirles a los muchachos de la Sierra Maestra el futuro en forma de escuela.

Esa es, para mí, la definición más exacta de lo que debe ser un líder revolucionario: embarrado de fango hasta las rodillas si es necesario para sembrar; con la suela pintada de tierra colorada si es preciso que la fábrica produzca más níquel; almorzando en un comedor obrero si se quiere conocer de verdad lo que necesita el minero, lo que piensa la costurera, de lo que carece el médico, las angustias y los sueños del ganadero… en fin, la vida que vive esa masa pensante que es el pueblo, y que precisa saber que quien le pide y le promete, primero es capaz de sentir y de hacer.

Porque, como él mismo dijo en el discurso con motivo de la entrega de premios a obreros destacados del Ministerio de Industrias, el 30 de abril de 1962, «quien hace la historia, quien la hace día a día mediante el trabajo y la lucha cotidiana, quien la firma y la convierte en realidad en los grandes momentos, es la clase trabajadora, son los obreros, son los campesinos, son ustedes, compañeros, los creadores de esta Revolución, los creadores y sostenedores de todo lo que tiene de bueno».

El hombre que así hablaba a sus iguales es el faro que busco cuando la noche no es lo suficientemente luminosa y se precisan decisiones, cuando aparece una encrucijada y hay que elegir entre la comodidad, el placer, la conveniencia y el deber; pero es también la «vara» con que mido a quien convoca, a quien exige, a quien pide sacrificios. Eso es, para mí, el ejemplo del Che: un medidor de la fuerza moral, un detector de revolucionario íntegro, una guía para la honestidad.

Hay que cuidarse de idealizar al Che, porque situado en pedestales inalcanzables donde su ejemplo nos pone pequeños ante la grandeza de su intrepidez, donde no nos moviliza a replantearnos los asuntos, donde no es el sujeto propulsor de nuestras luchas o cuestionador de nuestras realidades, allí estará un guerrillero de mármol o de bronce, pero no el héroe cotidiano que cargó sobre sí —y a conciencia— el peso de su propia ética, consistente en que su actuación fuese el reflejo de su palabra, y su guerra, la defensa de la justicia y de los desvalidos.

Para seguir el camino trazado por el Che no basta con ostentar su imagen en una camiseta ni recitar dos o tres de sus frases populares, sino «plantearse todo lo que no se entienda; discutir y pedir aclaración de lo que no esté claro; declararle la guerra al formalismo, a todos los tipos de formalismos. Estar siempre abierto para recibir las nuevas experiencias». Esa fue la sugerencia que hizo a la juventud comunista de su época y que, a fin de cuentas, parece como si nos la repitiera todos los días, como si nos convocara a la sinceridad ante lo que no entendemos o no compartimos. 

El Che es el conquistador de las multitudes, el aglutinador por excelencia, sin importar credos, idiomas, nacionalidades y hasta posiciones políticas. Hay escépticos por todo el mundo que no tienen más religión que el ejemplo del Che, y el secreto puede radicar, precisamente, en la coherencia con que vivió desde que comenzó a predicar con la voz del revolucionario.

No mintió cuando dijo que no dejaba nada material a sus hijos y a su esposa, antes de partir de Cuba; no lo hizo tampoco cuando aseguró, «a riesgo de parecer ridículo, que el revolucionario verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor. Es imposible pensar en un revolucionario auténtico sin esta cualidad».

Fue ese amor a la humanidad y a los desposeídos el que no le permitió quedarse a disfrutar del cariño filial, al abrigo del hogar; fue esa coherencia con su propio pensamiento la que lo impulsó a renunciar a sus cargos y responsabilidades para partir hacia el futuro incierto, con el propósito de eliminar injusticias, cual quijote guevariano. Y si no hubiese muerto a manos de agentes asesinos en la plenitud de su existencia, si la CIA no hubiese intervenido por temor a su guía y a su ejemplo, el Che anduviese aún «desfaciendo entuertos». Su hija Aleida Guevara sostuvo esa certeza, en una entrevista que concedió al periódico Vanguardia, cuando afirmó:

«Yo pienso que cumplió lo que siempre dijo, pues muy jovencito afirmó que cuando sintiera el olor de la pólvora y la sangre, estaría al lado de los trabajadores, de los humildes, y así lo hizo. De alguna manera, el Che seguiría hoy al lado de nuestros pueblos. Participando, y llamándonos la atención. Rectificando nuestros errores».

Es por esa comprometedora e inapelable razón que no nos debemos permitir el sacrilegio de apartar la esencia guevariana de nuestro andar diario, porque si hay alguien que nunca nos pidió más de lo que podía dar, incluso contra su propio beneficio y a riesgo de su propia vida, ese fue el Che.

Che, en sus tiempos de ministro de Industrias de Cuba, durante un domingo de trabajo voluntario como estibador en los muelles de la Terminal Marítima Mambisa. La Habana, Cuba.

 

El Che comparte lecturas con los trabajadores de Verde Olivo. Foto: Tomada del sitio web Cubadefensa

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