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Estocadas de dolor

A 45 años del crimen de Barbados, el exesgrimista Gustavo Oliveros recuerda varios momentos vividos junto a sus desaparecidos compañeros

Autor:

Enio Echezábal Acosta

Gustavo Oliveros abre la puerta con una sonrisa y tiende la mano, una práctica que resulta particularmente rara en estos tiempos de pandemia. El interior de la casa es sencillo, pero muy ordenado y cuidado. Algo en su rostro hace que el tema del que vamos a hablar salga incluso antes de que las palabras lo anuncien.

Sucede que este hombre de 68 años, integrante del equipo nacional de esgrima en la especialidad de espada desde los años 60 hasta 1974, posiblemente haya comenzado a recordar aquel día en que otros muchachos, compañeros suyos en el deporte, atravesaron ese mismo umbral, llenos de futuro.

Aunque ahora mismo no es capaz de decir con exactitud la fecha en que sucedió aquel almuerzo, sí tiene frescas en la memoria algunas imágenes de la jornada.

«Uno de los instantes que tengo más claros de ese día fue que Ramón Infante sacó a mi mamá de la cocina y se puso ahí a preparar las cosas. Él era, como decimos en Cuba, un tremendo jodedor y también un muchacho muy familiar», comenta el exatleta, quien se retiró en 1974 para dedicarse a trabajar como ingeniero mecánico, especialidad de la que se había graduado en la Cujae poco antes.

«Arencibia era un tipo diferente. Escribía poesía y le gustaba la trova. Por su parte, Cabrera parecía ser, a primera vista, alguien demasiado serio y de pocas palabras, pero luego uno lo conocía y descubría que era completamente diferente a esa imagen original», explica el campeón.

Luego de rememorar esas historias, se levanta de la silla, va al cuarto y regresa con una foto en blanco y negro. En ella se ven, de izquierda a derecha, Infante, el propio Oliveros, Enrique Álvarez, conocido como «El chorro», Ricardo Cabrera y José Arencibia. De ellos, el primero y los dos últimos estuvieron en Barbados. 

«Esta imagen es de 1972 y fue tomada durante un viaje que hicimos a la Alemania democrática en aquel año olímpico. Ahí estamos serios, pero la verdad es que fuera de la solemnidad de la competencia, éramos como una familia, muy bien llevados», cuenta Oliveros.

El día de la tragedia se enteró estando en su casa. Un amigo lo llamó y le dijo que tenía una mala noticia que contarle. Según sus propias palabras, aquel fue un momento de turbación, muy sentido, pues se trataba de amigos con los que había compartido de una forma cercana.

«Lo que venía en esa generación era el relevo por muchos años. En todas las armas teníamos gente brillante. Leonardo Mackenzie y Nancy Uranga en el florete, mis compañeros espadistas, Enrique Figueredo en el sable, por citar unos pocos, hubieran sido incluso más grandes si aquello no hubiera sucedido», dice con una voz que delata cuán tocado está aún por el impacto de aquel suceso.

Si bien fue a finales de los 70, la esgrima cubana llegó a meterse en la élite continental y mundial poco a poco, en 1976 ya estaba en una forma muy esperanzadora.

«A aquel Centroamericano realizado en Venezuela, fueron muchas figuras del juvenil, pero en el caso de la espada sí fueron los principales representantes. Lo que pasó fue que aquel año no se logró clasificar a la Olimpiada de Montreal y pienso que eso motivó que enviaran a las principales figuras.

«Luego, la actuación allá fue una de las mejores de la historia. Hubo contratiempos, como el hecho de que Arencibia tuviera que competir además en el florete, pero los oros terminaron siendo todos para Cuba», valora, desde la distancia y la experiencia, Oliveros.

De espadas y libretas

Estudiante, trabajador y atleta al mismo tiempo, Gustavo Oliveros debió hacer malabares para progresar en diferentes frentes en una época en que no había las mismas facilidades que ahora.

Su recorrido en el deporte comenzó en los 60. Aunque siempre disfrutó del baloncesto, un día mientras estaba con su padre en el puesto de reparación de electrodomésticos que este tenía en lo que hoy es la Plaza Carlos III, alguien le sugirió la esgrima y de ahí en adelante todo fue saliendo exitosamente.

«La persona que me embulló fue la estelar Mireya Rodríguez, que trabajaba en una peluquería cerca del puesto de mi papá. A partir de ese momento, empecé con el profesor Portela y en 1963 me gané un puesto al Mundial Juvenil de Hungría».

Las competencias por equipos siempre fueron sus preferidas, por el sentido de hermandad, comunión y compromiso colectivo que se forjaba en medio de la competencia, y que era capaz de irse por encima de obstáculos y diferencias que existen en la vida.

Luego de una década en el plantel nacional, eventualmente Gustavo decidió dedicarse por completo a su profesión de ingeniero y por ahí completó 49 años de labor, durante los cuales fue elegido tres veces como Vanguardia Nacional.

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