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Papá Estado: ¿ausencia quiere decir olvido?

Con tantos años de preminencia estatal en casi todos los ámbitos, no tenemos siempre la predisposición «genética» para asimilar el cambio hacia un Estado cuyo peso y valor no dependerá tanto de su intervención directa en nuestra existencia como de su capacidad para erigirse en un potente y eficaz regulador de toda la sociedad

 

Autor:

Ricardo Ronquillo Bello

No será sencillo el salto de un Estado expansivo, con su herencia de paternalismo, como el que intentamos superar en Cuba, a uno mucho más pequeño en estructura, aunque más grande por su modernidad, eficacia y sensibilidad social.

La disyuntiva no se decide solo en el avance, o las retrancas, de las políticas públicas que determinan la suerte de la profunda transformación estructural del país, una de las más notables del mundo actual, aunque no falten los interesados en pasarlo por alto. También se da en la subjetividad individual y en la social, razón por la cual se manipula para la combustión política, precisamente para demeritar, hasta caotizar y desarmar ese Estado.

Con tantos años de preminencia estatal en casi todos los ámbitos, acostumbrados a esperar que parte importante de las soluciones a nuestros dilemas surgieran de esa estructura, no tenemos siempre la predisposición «genética» para asimilar el cambio hacia un Estado cuyo peso y valor no dependerá tanto de su intervención directa en nuestra existencia como de su capacidad para erigirse en un potente y eficaz regulador de toda la sociedad.

Es lógico que ello ocurra, porque, pese a sus deformaciones, ese Estado ha sido esencial para promover la justicia, la dignidad personal y nacional, la equidad, la libertad, la solidaridad social e internacional y derechos fundamentales, entre otros atributos dignos de reconocerse y sin los cuales, sin duda, hubiera colapsado entre tantas tempestades propias e impuestas.

Pero si para ese cambio no están suficientemente preparados segmentos significativos de la ciudadanía, tampoco los responsables de hacer avanzar al Estado hacia dicho puerto, por lo que es previsible que las actuales confusiones entre Partido y Estado, entre funciones estatales y empresariales y otras interferencias, que enrarecen los límites y los terrenos de competencia de cada actor en el nuevo diseño institucional de la República se repetirán por un tiempo todavía imprevisible.

No por casualidad esta se recoge entre las principales transformaciones que fundamentan la actualización del modelo, incluidas dentro de la llamada Conceptualización de este. En el documento se establece que aspiramos a perfeccionar al Estado, sus sistemas, órganos y métodos de dirección, como rector del desarrollo económico y social, coordinador y regulador de todos los actores. Ello implica, se acentúa, que el Estado se concentre en las funciones que le son inherentes.

Entre las que la Conceptualización le atribuye se encuentran consolidar las políticas sociales universales y focalizadas con sostenibilidad, relevantes en la salud, la educación, la seguridad y asistencia sociales, la cultura, el fomento de la actividad física y deportiva, la formación en valores y la calidad de los servicios públicos; modernizar la administración pública; descentralizar facultades a los niveles territoriales y locales con énfasis en el municipio; aplicar de manera más efectiva la política de cuadros del Estado y del Gobierno, y sus reservas y perfeccionar el sistema de normas jurídicas sustentado en la Constitución de la República, asegurando los derechos de los ciudadanos.

En la proyección del modelo se adiciona que las funciones estatales en el ámbito económico y social —incluyendo las gubernamentales— se derivan del carácter socialista del Estado cubano, rector de todos los actores económicos y sociales. Incluyen la elaboración, aplicación y perfeccionamiento de las políticas del Estado y el Gobierno, realizar su función de fisco, dictar regulaciones oficiales, así como dirigir su implementación y controlar su cumplimiento.

Ni los más connotados oponentes de nuestro Estado podrían negarle que parte importante del esfuerzo transformador de los últimos años en Cuba —pandemia coronavírica y obsesión enfermiza y oportunista anticubana de por medio— se dirigieron precisamente a este propósito, gracias a lo cual tenemos, además de una nueva estructura de este, enriquecida, equilibrada y compensada con el surgimiento del Gobierno, así como una amplia gama de políticas que promueven una singular metamorfosis de toda la sociedad.

Bastaría mirar el giro de 180 grados que ocurre en el ámbito de la propiedad, a partir de definiciones como la de que una cosa es el Estado como propietario, en representación del dueño colectivo, que es el pueblo, y otra los diferentes modelos en que esta puede gestionarse.

La ampliación acelerada del sector privado nacional, asociada al fomento de las pequeñas y medianas empresas y el trabajo por cuenta propia, el estímulo a otras formas económicas asociativas, la liberación de ataduras a las empresas estatales para favorecer su despegue autónomo, aun sin cuajar favorablemente, y la ya para nada «invisible» mano del mercado, por momentos exageradamente visibles, decidiendo en la economía, acento de la ciencia y la innovación en la gestión y en el contacto sistemático con las bases, testimonian sobre un Estado que cambia dramáticamente sus roles en las nuevas reglas del juego legales e institucionales que se derivan de la nueva Constitución.

Es una prueba de confianza en el Estado revolucionario que una mayoría de ciudadanos miremos sus reacciones, y hasta las exijamos, frente a nuestros dramas cotidianos: inflación e inflazón galopantes azuzada no pocas veces por los actores públicos y privados, desde lo básico en los mercados de alimentos hasta otros productos, servicios que se resienten, insolidaridad y desorden social, creciente migración, y otros demonios menos objetivos, aunque mediados por estos, como la pérdida de perspectiva o de fe en algunos segmentos.

Como subrayamos en otros momentos, lo único que no podríamos permitirnos es que en la readecuación y acomodo de sus funciones y responsabilidades se transforme de omnipresente a ausente, que la ciudadanía, sobre todos los segmentos más humildes y golpeados por la situación actual, perciban sicológica y sociológicamente que se les está dejando a su suerte. Sería ir contra la naturaleza misma de nuestro Estado.

Es bueno recalcar que ello no depende únicamente de las reacciones del Estado y del Gobierno centralmente —también esencial—, en la misma medida que muchas atribuciones y decisiones se trasladan a otros escalones y se comparten competencias con otras instancias, para acabar con los verticalismos excesivos.

Un problema ya a la vista, que se deriva de lo anterior, es la falta de congruencia que está suscitándose entre las políticas, programas y planteos que se hacen desde las instancias de dirección principales del país y la recepción y concreción de estas en la vida práctica hacia las bases.

También es evidente que muchos años de decidir desde arriba atrofiaron la capacidad de maniobra política de nuestras instituciones y sus dirigentes, desentrenados para una sociedad mucho más diversa y plural, donde los intereses ya no son tan lineales u homogéneos. Ello reclama dominar los terrenos de la concertación, una palabra casi olvidada cuando se discute sobre las nuevas formas de participación en nuestro socialismo.

La intelectual Graziella Pogolotti aconsejaría aprender a tener «dos orejas y una boca», como en la moraleja de cierta fábula, escuchar dos veces y hablar una única vez. Que las decisiones sean tales, como decía un grande de nuestra historia, que se puedan hacer cumplir, para que no vuelvan a reproducirse las diferencias que se nos dieron entre lo legal y lo legítimo. Y una vez que las decisiones se concertaron justa y democráticamente, exigir por su cumplimiento y su control.

No hay nada mansamente paternal en todo lo anterior, como tampoco lo será alcanzar el Estado deseado. Es obligado siempre a demostrar que como en una antigua canción, ausencia no quiere decir olvido.

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