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Cuba sí tiene una historia inmensa

La historiografía también tiene su arte, pero la esplendidez de su alcance no radica únicamente en lo que irradie de sucesos y personalidades que la protagonizan, sino, a la vez, en la manera eficaz que escojamos para presentarla

 

Autor:

Urbano Martínez Carmenate

En nuestros días implica ciertos riesgos y responsabilidades aproximarse a la Historia, en cuanto esta «es testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir». Cito a Miguel de Cervantes, que no fue historiador propiamente, pero que hizo historia con su El Quijote… novela rebosante de sabiduría, rica en enseñanzas y tradiciones populares; tan vigente, pudiera decirse, porque nunca como ahora se hace patente la necesidad de luchar contra molinos de viento en un mundo complejísimo y dislocado. Da vergüenza que hoy el clamor por la paz parezca más un simple poema recitable que un derecho universal, mientras el ruido de la guerra se expande por todas partes.

Esto reafirma la importante labor que deben realizar maestros, periodistas e historiadores comprometidos con la verdad. La divulgación de los procesos históricos —en acciones orales o escritas— es fundamental para fortalecer la conciencia revolucionaria. Sin embargo, se impone que nuestra propuesta posea suficiente aptitud para enfrentar las condiciones predominantes en los tiempos actuales, donde, por lo general, prevalecen la prisa existencial, el consumo de frivolidades, el derroche del ocio en pasatiempos insulsos.

Como todas las epidemias, esta también resulta contagiosa y casi indetenible. Nuestra meta tiene que ser influir desde las edades tempranas. Para esto precisamos desterrar el discurso monótono, esquemático y frío, que provoca aburrimiento, cansancio y lejanía. Urge sustituirlo por un parlamento más dinámico, centrado en la esencialidad de la síntesis, la complementación dialógica y el énfasis conceptual.

Una de las dificultades de la historiografía cubana radica en la presentación del texto. Falta un control juicioso del empleo de cifras y del anecdotario, dirimir las fronteras entre las causalidades y la palabrería (teque, se dice entre nosotros). Esto tropieza de continuo con la otra realidad, la atmosférica. Vivimos una era apocalíptica. Buena parte de la humanidad respira supeditada a un teléfono. Las redes sociales son una conquista tecnológica, pero traen sus desventajas en un mundo tan polarizado, convulso y desigual. Mucha gente se desgasta en nimiedades: manifiesta mayor interés en las gafas de un príncipe europeo que en las heridas corporales de un rebelde saharahuí. Los medios difusores, en manos de monopolios ligados al poder, explotan la ignorancia popular, deshumanizan a la sociedad y manipulan a instituciones y personas mediante el diseño de engañosas ofertas.

La competencia es enorme y no hay otra alternativa que someterse a ella, enfrentando su agresividad con inteligencia. Para ganarle la contienda es necesario calar hondo en el análisis del objeto historiográfico (no irse por las ramas) y practicar una escritura eficiente que asuma lo más puro y elegante de nuestro idioma, regalo que agradecerán los lectores. Estos dos elementos ayudan a la firme sostenibilidad del mensaje. Las ideas, cuando son profundas y están bien dichas, siempre se vuelven bellas a la postre. No se olvide lo que al respecto sustentó Martí: «Un objeto bello invita a la cultura» y el contacto con él «mejora y alivia». También sostuvo el Apóstol que cuando topamos con la belleza «hallamos algo de nosotros mismos».

De manera que el esfuerzo intelectual debe propender a garantizar una lectura glorificada por un doble matiz: la contundencia del ideario y el disfrute de una redacción que atraiga y sacuda la mente de quien se aproxima al texto. No se crea que la prosa ficcional (cuento, novela, ensayo literario) es la única con derecho a considerar la sonoridad de la palabra, el ritmo de la frase o el hechizo de una metáfora. Hermosear el lenguaje es facultad de todo el que se comunica usándolo.

Recuerdo —y rindo honores— a dos maestros que me transmitieron esa luz: Manuel Moreno Fraginals y Julio Le Riverend. Del último fui discípulo directo y amigo entrañable. Eran estilos diferentes, pero en los dos palpitaba la brillantez analítica y la efectividad expresiva. En Moreno fluía la intrepidez conceptual junto a la frase primorosa; en Le Riverend se daba el esmero prosístico con cierto retoque más clásico. En ambos, la maestría de una prosa subyugante, la evidencia palpable en su doble virtud: la hondura del contenido y la hechura singular del continente.

Redactar con calidad para asegurar el éxito de nuestro trabajo no es artificio o exigencia secundaria que nos desvíe del empeño, sino entregarle a esta ciencia lo que le conviene y merece por derecho: la dignidad escritural en sus soportes elementales, en aras de que la escritura garantice también la validez comunicacional en los medios disponibles y llegue a millones de receptores. La historiografía también tiene su arte, pero la esplendidez de su alcance no radica únicamente en lo que irradie de sucesos y personalidades que la protagonizan, sino, a la vez, en la manera eficaz que escojamos para presentarla. Hay que ganarse todos los públicos: desde la escuela primaria hasta la universidad.

Oscar Wilde es autor de una expresión que, a mi juicio, encierra un soplo de vanidad intelectual: «Cualquiera puede hacer historia, pero solo un gran hombre puede escribirla». No comparto la idea de este escritor, cuya obra literaria admiro. No obstante, ahora me aprovecharé de sus palabras para sustentar las mías. Los historiadores cubanos no somos «grandes hombres y mujeres». Nos conformamos con que mañana, si fuera posible, se nos clasifique como grandes sevidores de la Patria. Pero Cuba sí tiene una historia inmensa, en la cual se destacan sucesos y personalidades relevantes en el ámbito americano y universal.

Nosotros no solo hemos procurado escribirla, enseñarla y divulgarla. También la hemos hecho, día a día, al pie del surco y las trincheras, en las aulas y en las fábricas, junto a este pueblo al que nos debemos. De eso nos enorgullecemos. Contar su gesta es nuestra meta sagrada y no habrá bloqueos o amenazas que nos lo impidan. No permitamos que ningún sietemesino —esos que hoy inventan héroes falsos para suplantar a los nuestros— nos roben el doble privilegio que merecemos: hacerla con justeza y narrarla con dignidad.

Agradezco a todos los que tuvieron que ver con este premio que hoy se me entrega y que tanto me honra. No solo al jurado, a la directiva nacional de la Unhic, a la filial matancera que mantuvo mi candidatura por más de diez años. También a los colegas que me han felicitado con afecto y complacencia. Pero quisiera agradecer muy especialmente a los lectores. Ser leído es uno de los trofeos mayores para un intelectual de hoy.

 

*Palabras pronunciadas al recibir el Premio Nacional de Historia 2022, en el acto de clausura del 24to. Congreso Nacional de Historia, celebrado en Pinar del Río, el 23 de abril de 2022

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