Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La Mona Lisa se quita el nasobuco

En Cuba flexibilizamos los protocolos de enfrentamiento a la pandemia de COVID-19 y ya el paisaje comienza a cambiar

Autor:

Enrique Milanés León

Tal vez ningún mensaje gráfico sugiera mejor la época de encierro que la humanidad ha vivido en este par de años como la caricatura de la Mona Lisa con un nasobuco puesto. Ya se sabe que su objeto social, su contenido de trabajo en la bella París —muy lucrativo, por cierto— es sonreír/nos, así que cuando le tapan esos labios de dulce misterio ella se vuelve nada, nadie, apenas una fulana que regresa del mercado… quejándose de los precios.

La estampa ilustra, como no habría podido hacer el mismísimo Leonardo, el duelo intenso entre mascarilla y comunicación.

Por fin, la crisis sanitaria cede un tanto, pero hasta la Mona Lisa ha tenido que batallar. Hace muy pocos días, un fanático disfrazado de anciana minusválida, dizque defensor del medio ambiente, le lanzó un pastelazo como protesta de concientización, pero el cuadro y la «cuadra» —no se olvide que la inspiradora original de la obra es una alta funcionaria en la jerarquía del modelaje plástico— salieron ilesos porque tienen delante, cual nasobuco suplementario, un cristal protector.

El intento de «clasicidio» con la idea de que sean atendidas demandas ecologistas me hizo preguntarme por enésima vez qué tiene que ver la gimnasia con la magnesia, pero realmente en una época en que el silencio suele dar discursos y la oscuridad puede ilustrar, todo guarda relación con todos.

En Cuba flexibilizamos los protocolos de enfrentamiento a la pandemia de COVID-19 y ya el paisaje comienza a cambiar. Así como la famosa ciudad italiana en ausencia de la amada, en la célebre canción Venecia sin ti, La Habana no será la misma sin nasobucos blancos colgados en los balcones.

Cuesta desentrenar el reflejo. Salir de casa sin nasobuco remeda esas pesadillas —que tanto tiempo en consulta de salud mental han tomado a lo largo de la historia médica— en que la persona anda a medio vestir y solo se percata de ello por los índices acusadores de otros transeúntes.

La mascarilla fue el factor común que nos retornó a los días escolares o nos reclutó en el mismo ejército… con un trozo de uniforme obligatorio para todos. Ahora que se marcha de a poco, algunos sicólogos hablan del «síndrome de la cara vacía», que es —a diferencia del de la cara dura, más conocido entre nosotros— el nuevo sentimiento de inseguridad en individuos que ya se habían acomodado a llevarla y a ocultar así parte de su persona, como adarga frente al escrutinio ajeno.

Es cierto: los humanos somos máquinas complejas, de muy alta «tecnología», por tanto no hay que asombrarse de que también en esto le busquemos cinco patas al gato. María Campo Martínez, directora de la Fundación Nuevas Claves Educativas y Máster en Orientación Familiar de la Universidad Internacional de La Rioja, explicó a la agencia española EFE que la causa de ese síndrome es el miedo «a ser rechazados o a no ser aceptados del mismo modo por sus iguales».

Lo puedo creer. Tengo un amigo que llegó a dormir con nasobuco puesto, quizá previendo que, una vez dormido, sus compañeros de sueño le hicieran bullying social.

Según estudios, tendemos a creer que las personas con mascarilla son más atractivas de lo que realmente resultan. Dicen sus autores que uno de los principios básicos de las teorías de la percepción establece que la mente rellena los huecos que no ve y, al completar un rostro, le adjudica la mejor forma posible. Es la versión pandémica del chachachá La engañadora, así que quienes se enamoraron bajo el influjo de un nasobuco romántico harían bien en actualizar su información visual.

Aun llevándolo, los comunicadores no siempre fuimos conscientes de que el nasobuco era para nosotros, además de escudo sanitario, un objeto de estudio profesional. Provoca una distorsión del sonido que afecta la comprensión del mensaje y, en añadidura, impide ver los labios y parte de la expresión facial. Por eso, la respuesta incluyó modelos transparentes que recordaban, como el tema del siempre irreverente Joaquín Sabina: esta boca es mía.

No es nada nuevo. El mismísimo Charles Darwin postuló en 1872, en su libro La expresión de las emociones en el hombre y los animales, que la habilidad de leer los mensajes faciales de los demás es una de nuestras ventajas evolutivas como especie. Si se tapa la lectura…

En estos dos últimos años el desafío fue intenso. Un periódico español llegó a titular: El gesto ha muerto: lo que nuestra cara ya no puede decir tras la mascarilla, sin embargo la humanidad, terca como es, enriqueció los códigos de comunicación y, por otros caminos, reverdeció su mejor herramienta, la «santa palabra», cual diría con ciencia de pueblo El Guayabero.

Incluso en sociedades muy comedidas creció la gesticulación, algo que en Cuba —donde el volumen y la mímica acompañante al discurso son, desde hace tiempo, un caballo sin freno— significó el desborde de una epidemia (expresiva) en medio de la pandemia vírica.

Paralelamente, tuvimos nasobucos de todas formas, figuras, colores y orígenes, desde los donados o traídos «de afuera» a los muy criollos; de los congos a los carabalíes; de los certificados por la ciencia a los «untados» por los babalawos.

Como sus colegas de otros países, nuestros maestros vivieron la duda de cuál alumno murmuraba, hacía a destiempo una acotación humorística, «soplaba» el examen al otro o encendía la volátil chispa de la indisciplina… dicho en buen cubano, el nasobuco les impedía —como la máscara de El Zorro a sus perseguidores— establecer claramente quién tiró la tiza.

Las mascarillas son peculiares plataformas de comunicación. Reflejan, cual retrato, tanto las cuatro estaciones del ánimo como óleos de glamour o humildad, sublimación artística o franco pensamiento jurásico, penetración cultural o vindicación de raíz. Patria y humanidad.

En los días de más dura pelea contra la pandemia, la marca país se le instaló a un lado, dándole, dándonos, protección extra. Pese a ser más pequeña, robó espacio a los pulóveres en la exposición de mensajes y en muchos centros de trabajo, grabada de identidad, se convirtió en solapín de alcurnia que a la vez representaba, daba acceso y protegía.

Alarmadas por los primeros zarpazos del SARS-CoV-2, las costureras cubanas se dedicaron primero a proteger del fuego con piezas rústicas, monótonas, pero a medida que subía el acierto de médicos y científicos para enfrentar «el bicho», se elevaba también la creatividad desde las máquinas de coser, que parieron obritas de arte perecedero.
Y si en los desfiles por el 1ro. de Mayo apreciamos nasobucos alegres, sandungueros por encima del millón, en los momentos luctuosos los cubanos tapamos, con piezas sobrias, bocas y narices presas de los sollozos.

Antes, se reciclaron telas. Ahora que pronunciamos parcialmente el duelo del nasobuco, seguramente muchos de ellos serán aprovechados para paños de cocina, parches, adornos y otros fines, porque la creatividad no cesa.

Hay otros campos singulares. Cada cual, según su gusto, puede redescubrir bellezas en las caras. Como las tangas en las playas, que fueron quitando tela a la imaginación hasta que —sin nada más que cortar— le dieron tijera hasta a la imaginación, suspender el nasobuco recuerda la larga conquista humana por airear el cuello, las pantorrillas, los ombligos y algunas zonas adyacentes. En pleno siglo XXI, los descubrimientos pueden ser interesantes.

No tengo dudas de que, en este tiempo, lo más atractivo en el cuerpo de algunas compatriotas, «criollitas faciales», ha sido cómo les queda su nasobuco, así que puede ser buen momento para pasar a una fase superior de… comunicación.

Vencedores de pandemia, los cubanos podemos mostrar cada día uno de los 19 tipos de sonrisa con que cuentan los humanos, según dice la ciencia. También los periodistas peleamos duro, así que nos asiste el derecho a esperar que, como en su campo hicieron las vacunas, en el nuestro la farewell al nasobuco encierre otro código de victoria, representado en los labios de la Gioconda impasible que otra vez se anima a regalarnos la suya, la única, la irrepetible: la sonrisa número 20 de la especie.

(Tomado de Cubaperiodistas)

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