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Más allá de la leyenda, el Titán

Su capacidad política y militar, las numerosas acciones combativas en las que participó, las 26 heridas que recibió su cuerpo; el coraje, la lucidez e intransigencia demostrados durante 28 años dedicados a la causa de la Patria

Autor:

Odalis Riquenes Cutiño

El fuego cruzado de las tropas españolas fortificadas en el cafetal guantanamero La Indiana cercaba al León de Oriente, obligando al general Máximo Gómez a ordenar la retirada. Con los reflejos del amor aprendidos en casa, reaccionó entonces:

«General, tengo allí a mi hermano, muerto o herido grave, y no lo abandono en poder del enemigo». Enseguida tomó el mando, y al frente de sus soldados entró en la casa donde José Maceo corría el riesgo de ser rematado. «Retiré, curé y salvé a uno de los hombres más valientes que ha dado la Revolución», expresaría después.

Cuando intentaban hacer blanco en él la envidia y las frecuentes calumnias, emergía salvado por su decencia, valor y sentido humano. Así fue aquella jornada en que llegó al campamento del teniente coronel Limbano Sánchez y este, influido por ideas sediciosas, cuestionó su autoridad y hasta lo amenazó con dispararle a la cabeza si no obedecía la orden de alto.

Los brazos en cruz y la frase enérgica serían su demoledora respuesta: «¡Haz fuego, cobarde! ¡Haz fuego, que vas a matar a un hombre!». Cuando, a fuerza de coraje, consiguió que el impresionado subalterno bajara el revólver, un abrazo selló la reconciliación.

Ese era Antonio de la Caridad Maceo y Grajales, el primogénito del matrimonio de Mariana Grajales Cuello y Marcos Evangelista Maceo, quien viera la luz el 14 de junio de 1845 en la calle Providencia, actualmente Los Maceo, de la ciudad de Santiago de Cuba.

Su capacidad política y militar, las numerosas acciones combativas en las que participó, las 26 heridas que recibió su cuerpo; el coraje, la lucidez e intransigencia demostrados durante 28 años dedicados a la causa de la Patria, lo convirtieron en el Lugarteniente General del Ejército Libertador: el Titán de Bronce de los cubanos.

Sin embargo, más allá de la leyenda forjada en la manigua y en una decena de países americanos por los que peregrinó y donde sobrevivió a siete intentos de atentados, reconforta saber que el General Antonio era también un hombre de principios, humano, decente y consecuente.

Investigaciones recientes nos lo muestran como el mulato robusto de facciones finas, trato cortés, inteligencia vivaz, hablar pausado y una memoria extraordinaria; amante del café, el baile, los caballos y la gallina frita con viandas. No bebía ni fumaba, gustaba de andar siempre limpio y exigía la misma pulcritud a sus subordinados.

El muchacho de 32 años que salvó la dignidad de Cuba en Baraguá, con voluntad y hablar pausado, se impuso a la tartamudez que lo aquejaba en la infancia. Además de guerrero fue agricultor, contratista y empresario, y encontró en los libros de Víctor Hugo, la poesía del alemán Heine, la obra de José María Heredia y la lectura de la prensa, la cultura a la que no pudo acceder en ninguna escuela.

A 177 años de su nacimiento, la huella humana del General Antonio apuntala nuestro empeño de ser mejores, pues desde la vida de pólvora y machete que escogió se asoman lecciones más altas que sus más de 1,70 metros de estatura y su talla como guerrero, político y estratega.

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