Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Cincuenta líneas en cincuenta horas o el placer de leer

 

Autor:

Juventud Rebelde

Recuerdo aquellas largas mañanas de mi infancia empleadas en descubrir, una hoja tras otra, los avatares de ciertos personajes que me proponían unos hermanos apellidados Grimm. Luego mi abuelo y su colección completa de El Tesoro de la Juventud. Largas e irrepetibles mañanas que pasé absorta, entrando a un mundo mágico e intenso.

Los años fueron nutriendo mi entonces exigua biblioteca: dos paneles pequeños con el único adorno de una foto de Einstein. Llegó la adolescencia y con ella sus leyes. Descubrí las novelas policiacas. Les agradezco, además del suspense y la emotividad que de ellas emana, cierta dosis de análisis elemental de los problemas, la fijación por los detalles y ese aire de sospecha que debe recorrer todo libro aumentando su misterio. Fui de Agatha a Holmes y de Hammett a Simenon hasta llegar a Poe, a su cuervo, al sentimiento de lo inalterable. Especial atención le dispensé a Edgar Allan Poe. Aún hoy relaciono algunas palabras con la lectura de sus cuentos. Y en las noches de invierno sus personajes asoman a la honda caverna del tiempo.

No fue hasta los 14 años que encontré a un poeta: César Vallejo. ¡Qué fuerte encontronazo con la extraña materia de los versos! Vallejo transformó casi todos mis problemas juveniles, impregnándolos de tierno dolor. Lo leí extasiada hasta el cansancio. Todavía repito a veces: De codos yo en el muro, cuando triunfa en el alma el tinte oscuro y el viento reza en los ramajes yertos, llantos de quenas, tímidos, inciertos... Todo comenzó a revelarse y a expandirse. Después leí a Machado —lo leo y leeré— el grande, haciendo caminos hacia una filosofía para ser «en el buen sentido de la palabra bueno»; leí a Martí, su Diario de Campaña en el que anotó: «la noche bella no deja dormir»; leí a Lope de Vega y su respuesta: «Fuenteovejuna, señor», que tanto he usado después.

Fui alumna de Eliseo Diego en estudios de Bibliotecología a finales de los 60. Pasado el tiempo él me escribió una carta donde, entre otras recomendaciones, me alertaba en el deber de leer a los autores del Siglo de Oro Español porque: «ellos nos hicieron el idioma». Así pude disfrutar de esas lecturas que, poco a poco, efectivamente, fueron enseñándome el idioma.

En cierta ocasión recibí por mi cumpleaños un extraño libro, su título destacaba en letras doradas sobre fondo negro: La metamorfosis. Su autor: Kafka. Esa lectura fascinante me dejó el buen resultado de poder interpretar mejor el mundo, todo lo kafkiano que se discierne en él, esas relaciones que la cotidianidad va estableciendo con nosotros hasta parecer extraños en ella.

He aislado a tres autores: Cervantes, Shakespeare y Elliot. El Quijote y Hamlet, obras sin otro paralelismo que la cumbre en que habitan. Los conocí hace tal vez más de 30 años, desde entonces proyecto terminar de leerlos, cesar al fin de releerlos, perderlos de vista, olvidarlos, pero ha sido imposible: me amparan y me nutren y se regocijan aún escondiéndome parte de sus secretos, ellos saben mucho más que yo y van dejando en mis lecturas pistas y rastros para que yo continúe con ellos. Maridaje feliz entre dos autores y un lector.

El brillante magisterio de T. S. Elliot me condenó a decidir si realmente yo había nacido para la literatura, si debía sacrificar muchas cosas y apostar por ella como lo estaba haciendo. La sobriedad poética que emana de sus textos, me dotó de un modo nuevo de pensar en la literatura, especialmente en la poesía. Sus poemas parecen ordenar: puedes escribir de cualquier forma, de cualquier tema, siempre que tu cerebro despejado y tu espíritu despojado te sostengan; puedes hacerlo siempre que tengas claro lo que haces y lo que piensas; nada te es negado, a menos que tú misma te niegues escribiendo. Y yo escuché esas sensaciones y pensé mucho en la gravedad del compromiso con los temas que unes y con las palabras que empleas. La gran lección de Elliot fue para mí el descubrimiento de una libertad que en ocasiones nos negamos nosotros mismos. Su lectura tuvo una fuerte influencia, no sobre mis escritos, sino sobre la forma de apreciar mi obra.

Extrañeza y pasión, otredad y unidad, memoria y olvido, rostro y máscara, angustia y placer, permanencia y fuga, sometimiento y rebeldía: he aquí la escritura, y claro, la lectura. Cualquier pretexto me ha servido para leer: una enfermedad pequeña, las vacaciones, los días de trabajo, los viajes, el verano, la maternidad, las labores domésticas, el invierno, el cambio de hora, los días de anunciados ciclones, las playas, los homenajes, el insomnio, el estrés negativo —y el positivo—, y la lluvia, —la lluvia siempre—. Y sé, claro que sé, que no conozco ni la octava parte de lo que en este mundo se escribe. Luminosas páginas que quizá nunca llegue a leer. Pero bien valen para estas reflexiones algunos de los ya leídos, asumidos y admirados libros.

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