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Lo bello y lo terrible de la realidad

La obra teatral En el túnel un pájaro representó a Cuba en la más reciente edición del pretigioso festival Una mirada al mundo, que organiza cada año en España el Centro Dramático Nacional

Autor:

Abel González Melo

Recién concluye el prestigioso festival Una mirada al mundo, que organiza cada año en España el Centro Dramático Nacional (CDN) y que actualiza ante los espectadores madrileños lo mejor de la cartelera internacional. Los espectáculos, siempre de exquisito gusto, poseen muy diverso signo, vienen de puntos distantes del planeta, pero llevan en común el sello de la contemporaneidad y la excelencia.

En esta edición, donde se dieron cita obras dirigidas por Calixto Bieito, Guillermo Calderón, Declan Donellan y Anne Bogart, Cuba estuvo representada por la fantástica puesta en escena de En el túnel un pájaro, texto de Paloma Pedrero con dirección de Pancho García, quien ha obtenido este mismo año el Premio Nacional de Teatro por su impresionante trayectoria escénica.

Una primera versión de este montaje, que pude ver hace una década en la sala Hubert de Blanck, de La Habana, traía consigo la entraña durísima del conflicto que la trama aborda: la eutanasia. La profundidad del texto original, los paisajes de sensibilidad que dibuja, la cualidad de personajes tan bien urdidos, sirvieron de perfecto punto de partida en aquel momento para un montaje que deslumbró, durante su extensa temporada de estreno habanero, al público y a la crítica, gracias al seguro pulso como director y protagonista de un Pancho García que volvía a brillar sobre los escenarios cubanos. Distinguida con el Premio Villanueva de la Crítica Teatral, aquella función colocaba en perspectiva, dentro de Cuba, a una gran autora desconocida para el público de la Isla, y Pancho García ejecutaba esta operación con la misma valentía con que antes había dirigido e interpretado textos clásicos, sin medias tintas ni falsos oropeles: esa fue la clave del éxito.

Al presenciar En el túnel un pájaro, en Madrid (producida por el Consejo Nacional de las Artes Escénicas), en la acogedora sala Francisco Nieva del Teatro Valle Inclán y junto a un público enardecido que no paraba de aplaudir de pie, mis visiones de juventud se acrecientan y me regocijo al comprobar cuán vigente sigue esta historia, qué nuevos mecanismos la acercan a una existencia humana en continuo estado de abismo, qué intensidad y qué fibra muestran los costados menos políticamente correctos de esta fábula.

La historia de Enrique Guiñales, un gran dramaturgo que, separado del mundo, ve pasar sus días en una clínica y recibe la visita de su hermana, quien le ha contactado mediante un programa de televisión, ahonda en una serie de cuestiones vitales para el pulso de la sociedad contemporánea. El protagonista es víctima de una soledad apabullante, se enmascara todo el tiempo en el sarcasmo que despliega a diestra y siniestra ante la enfermera que le cuida, el periodista que insiste en descubrirle y una hermana que él no ha pedido encontrar: bajo ese comportamiento oculta, sin embargo, un humanismo esencial, un dolor que desgaja entre su malestar físico y la altura a la que le elevan sus creaciones dramáticas, sus universos ficticios. El último y agónico acto de la vida del dramaturgo propuesto por Pedrero nos llega como un ejercicio metateatral que el espectáculo de García resuelve con precisión, como una tensión poética: ¿cura el recuerdo del gran éxito intelectual el dolor físico del presente, o es la muerte digna la mejor forma de preservar la vida?

En este hermoso texto de Paloma Pedrero se dan la mano la disquisición filosófica y la emoción vívida de caracteres primorosamente construidos. Hay que destacar la utilización que la autora hace del lenguaje, el fino trasiego irónico de los diálogos y el ritmo impuesto a las réplicas, todo lo cual contribuye a un disfrute enorme del espectador que escucha estas palabras. El espectáculo de Pancho García se apropia de ese inmenso material y lo dimensiona, le pone cuerpo y sangre y logra un documento teatral que impacta y lacera a la vez. La concepción del montaje se adentra en un entorno surrealista que enfoca los mundos interiores de Enrique Guiñales, se aleja de la chata realidad y propone un recorrido icónico de síntesis escenográfica con espacios colindantes y entretejidos. El set de Eduardo Arrocha y la iluminación de Manolo Garriga aportan al ámbito escénico esa condición de vida flotante y universo imaginado. La banda sonora de Juan Piñera abraza la intensidad galopante de la función y refuerza con coherencia el juego dramático.

Esta obra, sin embargo, no sería la misma con otro protagonista: Pancho García alcanza las cotas más altas de su imponente carrera con el rol de Enrique Guiñales, se ríe de la dureza de la vida y sufre el dolor más agónico en una caracterización soberbia, bordada, efervescente. Es increíble la cantidad de resortes de los que echa mano García para su interpretación magistral. También son meritorios los desempeños de Miriam Learra como la hermana, sobre todo cuando utiliza los tonos íntimos, y de los jóvenes actores Rachel Pastor y Alexander Díaz en sus partituras escénicas y sus viajes interiores.

La hermosa paradoja de un pájaro sumergido en un túnel infinito, hermosa porque contrasta la libertad y el acorralamiento hasta un nivel casi de asfixia, se ha materializado en la loable colaboración de Paloma Pedrero y Pancho García. Si a este dueto de grandes artistas debíamos ya el éxito en Madrid de Los ojos de la noche hace un lustro, ahora En el túnel un pájaro viene a confirmar que el talento puesto en conexión logra generar sucesos artísticos de envergadura, que penetran el alma y nos ponen, mediante el artificio del drama, frente a lo bello y lo terrible de la realidad.

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