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Giselle siempre entre nosotros

Querían fundar una compañía en esta Isla, para que los cubanos no tuvieran que dejar su patria, sino que pudieran estudiar una carrera y tuvieran la seguridad de poseer una compañía ya hecha, donde pudieran desarrollarse. Para que no les pasara como a ellos, que tuvieron «que salir a pescar a ver qué era lo que cogíamos». Así desgrana Alicia Alonso los sueños que llevaron a fundar el Ballet Nacional de Cuba

Autor:

José Luis Estrada Betancourt

Porque no iba a estar en Cuba cuando se cumpliera el aniversario 65 de la fundación de la compañía danzaria insigne de la Isla, ni tampoco cuando llegara el momento en que se recordara el día en que comenzó a poner el mundo a sus pies con su debut en el rol estelar de Giselle, hace ya siete décadas y media, me apresuré a entrevistar a la prima ballerina Alicia Alonso.

Sabía que, incluso, para el 2 de noviembre todavía estaría por la península ibérica, donde acaban de condecorarla. Por tanto, el 28 de octubre se hallaría muy lejos para poderle decir cuánto ha significado para esta tierra que ella entregara su arte infinito, su inmensa humanidad y todo su talento en función no solo de enraizar un estilo de bailar cubaní-simo, sino también de crear una escuela criolla de prestigio internacional, justo cuando su carrera en Estados Unidos alcanzaba la cúspide.

—Alicia, ¿y estaban las condiciones creadas para fundar el Ballet Nacional de Cuba?

—Ciertamente no, eso no ocurrió hasta después de 1959, pero antes de ese momento contábamos con una academia sólida, esa donde se formaron las Cuatro Joyas. De modo que cuando triunfó la Revolución ya la compañía estaba ahí, al punto. Por eso cumple ahora 65 años. No obstante, recuerdo que al principio había muchos prejuicios con los hombres que se inclinaban por este arte...

—¿Cómo resolvieron ese problema?

—Con charlas. Demostrándoles cómo baila un hombre y cómo lo hace una mujer. En las fábricas..., a todos los lugares iba yo a dar charlas, acompañada por una pareja de bailarines.

«De esas charlas, la más graciosa que viví fue con unos militares, muy jovencitos. Ellos sentados donde se encontraban y yo encima de una tarimita. Esa vez le indiqué a la muchacha que hiciera un arabesque y al muchacho que la cargara. “Cógela con cuidado y, luego, utilizando la técnica que has aprendido, bájala lentamente... Dan una vuelta y saluden”, les indiqué. En cuanto empezaron a hacerlo, aparecieron los murmullos y comentarios. Y yo gozaba por dentro. Ya había escogido a mi “víctima”, uno que estaba en la primera fila y era el que más hablaba. «A ver, tú, sube a la tarima, por favor. Ven, quiero que hagas eso mismo ahora», le pedí. ¿¡Cómo!?, fue su reacción. Él se echó para atrás, pero sus compañeros rompieron a chiflarle y a empujarlo hacia delante, mientras él se ponía colorado como un tomate. “Ven, no temas, yo te voy a explicar. Ponte detrás de ella, tómala por la cintura por aquí, coloca tu mano en su pierna un poquito por encima de la rodilla. Cuando yo diga uno, dos y tres, la subes. Haces un poquito de plie, y con tus brazos la alzas, pero ten cuidado cuando la bajes, que la puedes lastimar. La tienes que bajar con suavidad, como si sostuvieras algo muy frágil. ¡Y con elegancia, por favor!”.

«Óigame, el muchacho lo intentó: “No puedo, no puedo”. Y la gente rompió a gritar. “Vamos, que no se diga”. Con mucho esfuerzo la subió, pero tuve que indicarle al bailarín que la agarrara. “¿Ustedes ven, compañeros, que no es fácil bailar? No se trata de cogerle la pierna o tocarle la cintura. Esto es un arte, en el que no te puedes dar el lujo, además, de lastimarla”. Y rompieron los aplausos. “¿Aprendiste?”, le pregunté. “Sí, sí, sí, sí”, decía el pobrecito, que estaba colorao ¡y sudandoooo! Esta historia no la había contado con tanto detalle, usted es el primero que la escucha completa».

—Gracias, Alicia, muy gentil de su parte. ¿Pudiera darme más detalles del momento en que sustituyó a Alicia Márkova? Así como es de arrestada, de valiente, uno se imagina que interpretar Giselle fue para usted como tomarse un vaso de agua...

—No fue nada sencillo. Te voy a contar el principio. La inglesa Alicia Márkova, primera bailarina, estaba considerada una de las más sobresalientes bailarinas del mundo y entre las mejores Giselle de todos los tiempos. En Nueva York, ella era la única a la que habían visto interpretando a Giselle hasta entonces. Es verdad que era muy buena. Pero yo, que hacía una de las amigas de Giselle, no me perdía ni una sola función. Terminaba mi parte y salía corriendo para colocarme en la pata del teatro a observarla. También me fijaba en la entrada de los hombres, del Duque, de la madre, en la pantomima...

«No olvidaré que había temporada en el Metropolitan Opera House, y yo me preparaba en los ballets que me tocaban... Como sabes, ya era solista, aunque una solista un poco rara, pues lo mismo me ponían en el cuerpo de baile que a defender cualquier papelito. Pero Márkova se enfermó y el Metropolitan ya se había vendido. Y como buenos empresarios no querían perder la función. Le preguntaron al resto de las primeras bailarinas, pero ellas respondieron: “No, nosotras no hacemos de suplentes de nadie”. Creo que amén de eso, era muy difícil que alguien conociera ese ballet como yo, de atrás para adelante y de adelante para atrás. Todos los papeles. Yo bailaba Giselle en mi mente todo el tiempo.

«Bueno, el hecho fue que todas se negaron, y el coreógrafo y primer bailarín Antón Dolin, propuso: “Pregúntenle a la Alonso”. Estaba ensayando en el salón de arriba, pues ese día me tocaba matiné y noche. Cuando se me acercaron dije: “Si Mr. Dolin quiere bailar conmigo, yo me atrevo”. “Ven, vamos a ensayar”, me convidó él y empezó a explicarme la pantomima. “Pero si tú te lo sabes”, se asombró. En fin, que cumplí con mis funciones: una interpretando a uno de los dos cisnes en El lago..., y la otra como la novia de Billy The Kid. Cuando terminé me fui para mi casa, pero no podía conciliar el sueño.

«Al día siguiente, estaba calentándome en el Metropolitan, porque quería repasar todo lo que me había indicado Dolin, pero él llegó y me sugirió: “Olvídate de todo, simplemente baila. Baila y no mires a nadie. Be yourself...».

—Y fue usted misma inmediatamente...

—Mi boca no paraba de temblar. Me maquillé, me puse mis cositas y otras que me prestaron, porque no tenía un traje de Giselle... Esa noche permanecerá en mi memoria por siempre. Ahora mismo estoy hablando con usted y veo el teatro, la gente... cuando salí y el público rompió a aplaudir... Me elevé por los cielos, y el aplauso final fue tremendo, muy lindo, muy lindo. Ya el público me conocía como solista, había balletómanos que me conocían, pero nunca pensaron que yo llegaría a bailar Giselle.

«Por poco me desmayo, pero de felicidad. ¡Al fin había bailado el papel de Giselle. Tanto lo soñé, y al fin lo había logrado... Bueno, cuando me fui al camerino a prepararme para el segundo acto, tocó a la puerta un coleccionista de objetos y prendas de bailarines. “Alicia, ¿puedo pasar?”. “Claro, adelante”, lo invité a que entrara. Se arrodilló ante mí y me pidió que le extendiera mis piernas. Me zafó las zapatillas que estaban rotas. “Oh, my God, tienen sangre”, exclamó. Las tomó en sus manos y se las llevó. Desde entonces lo estoy persiguiendo y no lo he encontrado. Ni a él ni a las zapatillas, para traerlas para Cuba, porque quisiera que estuvieran en el Museo Nacional de la Danza. Ya las encontraré».

—Alicia, y cuando se cerró el telón...

—Estuve a punto de desfallecer. Tiqui, tiqui, tiqui... (su voz imita el sonido de los dientes chocando entre sí). Temblaba como una hojita. Mis compañeros vinieron y me felicitaron. Entonces se me acercó Mr. Dolin, me abrazó y me besó. “My baby, te portaste muy bien”, enfatizó de una manera muy cariñosa.

«Como todas los flores que recibí estaban dirigidas a la Márkova, las recogí y fui a verla al hotel donde vivía. Estaba comiendo algo cuando llegué. “Mrs. Márkova, aquí tiene las flores que le enviaron a usted. Se las traigo porque son suyas. Muchas gracias por prestármelas por un momento”. “¿Cómo le salió?”, se interesó. “No como a usted, me tuve que esforzar”. Me miró con frialdad y yo di media vuelta y me marché. Me di cuenta de que era difícil hablar con ella, porque era muy celosa del papel. Y muy... celosa».

—¿Hubo después mucha rivalidad entre ustedes dos?

—No nos hablábamos, sobre todo después de aquellas críticas fabulosas que salieron publicadas. George Martin, del The New York Time, el crítico más temible de Nueva York en esos momentos, escribió críticas preciosas. Él dejó para la posteridad aquello de que yo había nacido para que Giselle no muriera... En este 2013 se cumplirán 70 años de ese momento, casi nada.

—Desde que entró en el Ballet Theatre, ¿lo hizo como solista?

—No. Cuerpo de baile.

—¿Y le resultó muy difícil conseguirlo?

—No, su respuesta fue rotunda. Fue muy rápido. Un ascenso rápido, rápido. Es que ya estaba muy preparada técnica y artísticamente. Y ansiosamente (sonríe con ganas). No me perdía nada. Observaba atentamente todos los pasos. Ese resultó un entrenamiento excelente para mí, pues de esa manera me aprendí todos los ballets, todos, todos. Si algún día se me daba una oportunidad de interpretarlos solo debía practicar la técnica, el estilo, y listo.

«Por esa razón logré asumir el rol principal de Giselle, a pesar de que, como ya te conté, entré como cuerpo de baile. Y es que me lo sabía todo, hasta el papel de las solistas. Si alguien fallaba, enseguida estaba lista para reemplazarla. Decía: “Yo quiero bailarlo, creo que me lo sé”. Y me probaban: “Ven, Alonso, ven acá. Báilelo”. Y yo, pim, pum, pum, pum. Entoces me decían: “Esta noche lo tienes que bailar”. Y ya está. Así fue mi carrera. Suena fácil, pero tuve que trabajar muy duro, mañana, tarde y noche, mañana, tarde y noche, mañana, tarde y noche, para llegar a ser lo que fui».

—Quiere decir que usted no dejó pasar ni un solo chance...

—Ni uno solo. Me aprendía hasta los papeles de los hombres, de los extras, de todos. Era una esponja que absorbía cuanto me rodeaba, como si estuviera en mí toda la fuerza de gravedad del universo. Por eso cuando vine para Cuba me sabía al dedillo todos los ballets.

«Fernando Alonso, mi primer esposo, llegó primero, y enseguida se dirigió a la escuela que teníamos aquí. Porque queríamos fundar una compañía en esta Isla, para que los cubanos no tuvieran que dejar su patria, sino que pudieran estudiar una carrera y tuvieran la seguridad de poseer una compañía ya hecha, donde pudieran desarrollarse. Para que no les pasara como a nosotros que tuvimos que salir a pescar a ver qué era lo que cogíamos. ¿Me entendió?».

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