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La profesora invisible

A propósito de su reciente fallecimiento, JR comparte destellos de la vida de Cuca Rivero Luis, una de las mujeres que más niños ha enseñado a cantar en toda la historia de Cuba

Autor:

Luis Hernández Serrano

A la salida del elevador en el piso 17 del Focsa, en el corazón del Vedado, Cuca Rivero Luis nos hacía el honor de esperarnos para concedernos esta entrevista, que ahora JR publica con motivo del reciente fallecimiento de una de las cubanas que más niños ha enseñado a cantar en coro en toda la historia de nuestra patria.

Desde pequeña —nació el 25 de junio de 1917, en Candelaria, Pinar del Río—, sintió predilección por la música y el canto; y a los 12 años, en 1929, se mudó con sus padres y hermanos para Guanajay, donde residió durante más de una década.

Muy temprano en su adolescencia aprendió a cantar, a pintar y a tocar la guitarra y el piano. De niña empezó sus estudios en Candelaria, los continuó en Guanajay y el resto de sus cursos académicos los recibió en la capital del país, incluido el Doctorado en Farmacia (lo concluyó en 1942), los cuales alternó igualmente en la Universidad de La Habana con los estudios de Ciencias Físico-Químicas.

—¿Cómo pudo usted estudiar carreras tan disímiles?

—Estimulada por mis padres, que nunca se opusieron y apoyaron con inteligencia y cariño que yo no me quedara aprisionada en la cocina de un hogar, sin subestimar el heroísmo de las amas de casa en todos los tiempos.

—Pero no veo la relación entre el canto y la Farmacia...

—En mí sí la hay, porque mi madre cantaba muy bien, aunque en la casa, y mi padre fue Doctor en Farmacia. Yo heredé de ellos la genética de mi condición humana y el espíritu inolvidable de sus sentimientos. Él era Alfonso Rivero Tellechea, también natural de Candelaria, y ella, Juana Casteleiro Bosque, de La Habana. De un total de nueve hermanos yo fui la única interesada en cuestiones artísticas. Me crié escuchando las melodías que entonaba mi madre, en medio de los negocios farmacéuticos que tenía mi padre, y así surgió la idea de aprender a cantar y de adentrarme en el estudio de la Farmacia.

—¿Y en el canto de los coros?

—Ha sido, junto a la enseñanza musical por radio, la más íntima ilusión, y el más hondo y sano orgullo de mi existencia. Primero pertenecí como miembro cantor al coro del colegio de las monjas. Mi maestra de canto fue la Madre Carmen Ruiz de Velazco, oriunda de España. Fue así que me inicié en el gusto por los coros, como soprano; puedo decir que nací con ese timbre. Más tarde fui segunda soprano en la Coral de La Habana y allí después llegué a ser auxiliar de su directora, la también española María Muñoz de Quevedo.

—Cuénteme sobre sus quehaceres como directora de coros...

—Antes debo decirte que me gradué de Farmacia y comencé a trabajar en el laboratorio del Instituto de Higiene hasta 1946. En la Coral de La Habana estuve de 1947 a 1953, una agrupación de 50 voces. Entonces opté por una plaza de profesora de Música en escuelas nocturnas de nivel primario para adultos, y con mis alumnos formé el primer coro en la Escuela Nocturna No. 26, de 70 voces mixtas, en Centro Habana.

«Al crearse el primer centro especial de Música No. 1 de La Habana trabajé en él y formé una agrupación también de 70 voces mixtas en su cátedra de canto coral, de 1951 a 1960, la primera de esta institución y la que me llevó a debutar en la televisión, en el Canal 4, de Pumarejo.

«También fundé un coro infanto-juvenil en el Conservatorio Hubert de Blanck, que dirigí hasta 1960. En la década anterior desaté un movimiento de cantorías (coros de más de cien niños) en tres escuelas de La Habana.

«Creé igualmente cinco cantorías distritales en escuelas públicas, las que reuní el 28 de febrero de 1952 en la calle Teniente Rey, de La Habana Vieja, muy cerca de la escalinata del Capitolio Nacional, en un coro gigante de 700 voces de niños de ambos sexos, el más grande que se había reunido nunca en Cuba».

—¿Qué recuerda más de aquellas cantorías?

—¡Que el dictador Batista acabó con ellas de un plumazo! Fíjate en la fecha de ese coro de 700 voces: el 28 de febrero, es decir, que diez días más tarde fue el golpe militar. Yo intenté generalizar esas cantorías y fui a Santiago de Cuba, pero el régimen batistiano se opuso, porque para cada ensayo había que reunirse y el derecho a reunión se eliminó, o sea, que con Batista hasta cantar estaba prohibido. Fue después del triunfo rebelde que formé una cantoría de 300 voces mixtas en un plantel primario de Ciudad Escolar Libertad, en Marianao.

—¿Otros coros?

—Constituí y dirigí el coro Rosa Mística, de muchachas religiosas (católicas), de 1950 a 1960. Posteriormente hice lo mismo en la Compañía Cubana de Electricidad. En ella organicé un coro mixto de 40 voces, donde recuerdo entre sus integrantes a quien fuera después un formidable actor, José Corrales, entonces del Sindicato de Plantas Eléctricas, agrupación que estuvo presentándose de 1955 a 1959.

«En 1954 creé también el que se llamó Coro de Cuca Rivero, el primero mixto que tuvo la pequeña pantalla cubana, originalmente de 16 voces. Actuamos en el Canal 4, en el programa Escuela de Televisión. Allí cantaron Iselina Acosta y Alberto Pujol, los padres del actor Albertico Pujol. Ese fue el último colectivo coral que formé. En 1964 pasó a ser el Coro del Instituto Cubano de Radiodifusión. No olvido que se hizo un concurso para aumentar el número de sus miembros, hasta más de 50 voces. Entre los cantores estaba Carlos Ruiz de la Tejera. Tampoco olvido que Digna Guerra fue mi alumna, una de las más aventajadas.

«Más tarde me nombraron jefa de bloque de programas de música culta de la televisión y en 1970 asesora de su dirección de Música, que comprendía, por ejemplo, aquel célebre espacio Álbum de Cuba. Y me jubilé en 1993».

—¿Cuál fue el coro que más amó?

—A todos los amé, a mi modo, pero en particular me marcó el Coro de 600 voces de la primera Escuela de Instructores de Arte, creada por Fidel en 1961, y que actuó, por ejemplo, en el acto de clausura del 1er. Congreso de Escritores y Artistas, de la Uneac, un verdadero acontecimiento cultural en nuestra historia revolucionaria.

«Funcionó hasta 1966. Fue de carácter nacional y lo constituí con muchachos campesinos muy humildes y muy nobles que vinieron por primera vez a La Habana desde todos los rincones del país. Es la agrupación coral que recuerdo con mayor admiración, porque la integraban adolescentes muy pobres, como aquel que varias veces me pidió el “arma” que le correspondía. Le pregunté para qué nos la pedía, si aquello era una Escuela de Arte, y me contestó: “¡Por eso mismo, yo quiero ser artillero!”. Aquel guajirito no sabía mucho, pero ¡estaba dispuesto a morirse por la Revolución!

«Cuando cantamos en el Teatro Auditórium —hoy Amadeo Roldán— estrenamos la canción de Eduardo Saborit, Cuba, ¡qué linda es Cuba! Al final Fidel subió al escenario y me dio un abrazo, porque él había creado esa escuela. ¡Fue la emoción más grande de mi vida!

«Un día me llamaron de Radio Habana Cuba para que yo escuchara “una cinta grabada muy importante”. Era la actuación de aquel coro. No sé quién la había grabado, pero la Egrem la convirtió en un CD que se llamaba Sembrando la esperanza. Contiene nueve números antológicos de Lecuona, Moisés Simons, Gonzalo Roig, Eliseo Grenet, Eduardo Saborit y hasta Amorosa guajira, del camagüeyano Jorge González Allué».

—Aparte de los coros y las cantorías, ¿puede hablarnos de otros recuerdos?

—Sí, durante 26 años ininterrumpidos impartí clases por radio en un programa llamado Educación Musical, de Radio Rebelde, a los niños de toda Cuba, desde preescolar hasta cuarto grado. Tuve una etapa experimental de 1962 a 1974 y después comencé en 1975 hasta 1993. Un total de 376 escuelas del país oían ese espacio. Yo no olvido la experiencia de haberle impartido clases a maestros de Música en ejercicio en las escuelas públicas, ¡gratis!, antes de 1959. Ellos solo habían estudiado piano, pero no dirección coral. Fue algo hermoso, pero esta vivencia de mis clases por radio superaron todo lo vivido por mí en ese sentido profesoral y educativo.

«Esos programas se grababan en la Egrem. Yo dirigía un equipo excepcional de profesionales: la asesora literaria era Mirta Aguirre; las compositoras, Gisela Hernández y Olga de Blanck; el ilustrador, Nelson Castro; la cantante, Bertha González y el pianista Mario Romeu, ¡todos estrellas! Se transmitían en mi voz, a las tres de la tarde, dos veces a la semana.

«En una ocasión subimos al Pico Turquino, y estando allá, ante el busto de José Martí, cuando me dirigí a los niños presentes, uno de ellos gritó: “¡Esa es la profesora invisible!”. Le pregunté por qué lo sabía y me dijo: “Por su voz, porque yo oigo sus clases por el radio de mi casa”. Y es que en aquel programa yo siempre decía: “Llegó la hora de cantar y aquí estamos los profesores invisibles para enseñar a cantar, jugando”. Cuando el niño me dijo eso, ¡se me salieron las lágrimas en la montaña más alta de Cuba!, mirando al muchachito y a la vez a la imagen del Apóstol que escribió La Edad de Oro para personas como él. Aquel inmenso Maestro que había dicho, con razón: Los niños son la esperanza del mundo”».

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