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Guillén me enseñó a amar a Cuba

JR revela, a 120 años del natalicio de Nicolás Guillén, una entrevista hasta hace poco inédita con su asistente personal. Joaquín G. Santana siempre pensaba: «Y el día que muera, ¿qué seré yo, que siempre estoy con Nicolás?»

Autor:

Yanetsy León González

A Joaquín G. Santana lo co­nocí en su casa, en un reparto de La Habana. Dos o tres con­tactos por correo electrónico desde la universidad bastaron para concertar la entrevista. Cada paso en el estudio de va­rias crónicas de Nicolás Gui­llén generaba múltiples pre­guntas, y crecía la urgencia de esclarecer circunstancias, ru­tinas y secretos del periodis­mo de quien trascendió como Poeta Nacional de Cuba.

 Una mañana de enero de 2007 toqué a su puerta, y la primera sensación fue la inefa­ble conexión entre mis escasos 20 y sus más de 60 años de edad. El camagüeyano que nos hizo coincidir era asiduo a la vivienda número 2503, en la calle 7ma. del Casino Deportivo, al punto de que si se habían dejado de ver a las 6:00 de la tarde en la sede de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, donde traba­jaban, ya a las 8:00 se rencontraban allí.

 La casa transmitía energías y nostalgias de auténticos bohemios. La comodidad en cada espacio indicaba una disposición permanente a la tertulia. Porcelanas finas y cuadros de pintores famosos, especialmente dedicados al anfitrión, convivían en armonía con las naturalezas muertas y las velas que Gilda, la esposa de Joaquín, lle­naba de vida, con el mismo encanto para sus bordados de punto cruzado, demandados en la Plaza de la Catedral, y con la exquisitez también de su arte culinario.  Gracias a ella degusté por primera vez el arroz frito y me deleité con buñuelos de viento, sabrosos, aunque diferentes a los de mi abuela.

Gilda cuidó muchas noches al Guillén que agonizaba en el Centro de Investigaciones Médico-Quirúrgicas (Cimeq), el de intersticios por donde pa­saba fugaz la lucidez. Aquellos lapsos en blanco fueron aumentando y a su vez desgarrando a los allegados. En una ocasión el paciente intentó confirmar con su amada Rosa un episodio. Estaba seguro de la visita en la noche de José María, pues lo saludó tan efusivo que aún no po­día creerlo. «¿Qué José María, Nicolás?». «¡Heredia!».

 En el cuarto de estudio de Joaquín conversamos mu­cho sin notar el tiempo. Era una habitación amplísima, con paredes de libros en anaquel. Allí disponía de una cama personal junto a la computadora que lo mantenía conec­tado al mundo. Yo llevaba un cuestionario infaltable para el trabajo de diploma, que se fue enriqueciendo con las horas.

—¿Qué relación mantuvo con Guillén y durante qué tiempo?

—Una relación de 25 años, aproximadamente. Tenía desde muy joven una gran admiración por Nicolás Gui­llén. Leía sus crónicas en el periódico Hoy, cuando era un niño. Aprendí a leer a los cinco años; por lo tanto, leí mucho. Sentía una gran afinidad, sobre todo por los títulos de las crónicas, porque tenía una gracia especial para titular sus trabajos.

«Yo tenía muy buenas relaciones con los comunistas. Cuando triunfa la Revolución, inmediatamente me incorporo al periódico Hoy en su segunda época. Había sido clausurado por el Gobierno de Batista. Allí trabajó siempre Nicolás Guillén. Por cierto, lo hizo en condicio­nes muy difíciles. Le pagaban 70 centavos a la semana, cuando él podía trabajar en cualquier otro periódico bur­gués con una retribución mucho más alta. Pero prefería trabajar con el periódico de su partido.

«Trabajando en ese diario conozco a Nicolás Gui­llén, quien era el cronista estrella. Llegaba y se iba a la hora que quería. Escribía prácticamente una crónica diaria. Tenía mucha habilidad para la crónica. En eso me recuerda mucho a Alejo Carpentier. Yo vi trabajar también a Alejo Carpentier como cronista, y vi trabajar a Nicolás Guillén en un buró cercano al mío. Llegaban, se sentaban en la máquina de escribir y redactaban sus crónicas de corrido. Después hacían ajustes de estilo, etc. Nicolás era muy acucioso, muy meticuloso. Con­sultaba mucho el diccionario. Cosa que aprendí de él, porque comencé a escribir desde joven y no consultaba nunca el diccionario. Me creía que me sabía acepciones de todas las palabras. Me di cuenta de que el diccionario es una herramienta muy valiosa para el cronista, porque vi trabajar con el diccionario a Nicolás y a Alejo Car­pentier.

«Recuerdo a estas dos figuras porque se parecían mucho a la hora de confeccionar, de manufacturar sus trabajos periodísticos. Estamos hablando de ellos como periodistas. No Carpentier novelista. No Guillén poeta. Además, tenía muy buenas lecturas. Admiraba mucho la obra del cronista Eça de Queiroz, el famoso intelectual portugués. Él (Guillén) perteneció a una época en que Cuba contaba también con grandes cronistas. Tenía una gran admiración por Ramón Vasconcelos, desde el punto de vista intelectual, salvando las diferencias políticas entre ambos, porque Vasconcelos, al final de su vida, expresaba y representaba a un sector reaccionario del país. No así al comienzo, cuando escribió incluso la biografía de Lenin que, a mi juicio, es una de las mejores que se han escrito sobre Lenin, por la prosa, por el interés, por el atractivo de esa obra. Nicolás tenía esa admiración por algunos escrito­res españoles, sobre todo periodistas como (Mariano José) De Larra. Ahí comenzó nuestra amistad».

Joaquín está feliz de lo que cuenta, y justo cuando
pienso insistir en el primer encuentro con Guillén, se me adelanta.

«Voy a decir un día más o menos fijo, el 12 de enero de 1959. En el hemiciclo del Capitolio Nacional se organi­zó una conferencia sobre Antonio Maceo. Yo tenía rela­ciones muy estrechas con el poeta manzanillero Manuel Navarro Luna. Era su chofer. Me interesaba porque es­taba a la sombra de un gran poeta; un hombre que había escrito un libro de poesía magistral. Una extraordinaria personalidad. Yo tenía un carro particular. Lo movía en Ciudad de La Habana a todas partes. Él vivía en el hotel Colina, frente a la Universidad de La Habana. Y allí nos reuníamos jóvenes poetas. Entre ellos recuerdo a Rober­to Branly, mi gran amigo que siempre estaba con Navarro Luna; Luis Suardíaz, camagüeyano, y Heberto Padilla. Ese era el grupito. El 12 de enero fui con Navarro Luna como espectador a la conferencia. Navarro me dice: “¡Ah, mira! Ahí está Nicolás Guillén”.

«Dirijo la mirada hacia el lugar que me indica. Veo al Nicolás Guillén que conocía solo de fotografías de las ediciones de Argentina, de Losada. Me entró un escalo­frío por dentro. Terminada la conferencia Navarro Luna me presentó como un joven poeta, prometedor, etc. Re­cuerdo que Nicolás me dijo: “¿Por qué no me acompañas a darme un trago en el bar frente al Capitolio?”. “¿Cómo no? Vamos con Navarro”. Navarro también en esa época gustaba de compartir un trago. Fuimos los tres a un bar localizado frente al antiguo Diario de la Marina. Quedamos, Nicolás y yo, citados para volver a vernos. Quería continuar en algún momento esta relación, conversar, hacerle preguntas. Estaba interesado en conocer de su vida. Él había estado siete años exiliado. Quería que me ha­blara de los países socialistas. Yo era un joven socialista en ese momento. Pero la cita se concretó trabajando jun­tos en el periódico Hoy, porque me lo encuentro después en la Redacción, al día siguiente. Ahí comenzó la amistad. Una amistad muy estrecha. Por ejemplo, dejaba el carro parqueado en Prado y lo acompañaba por toda la Aveni­da del Puerto hasta el Someillán, allá en la calle 17, y después regresaba caminando por la Avenida del Puer­to a buscar el carro. Pero con tal de acompañar a Nicolás Guillén y conversar con él, hacía este recorrido».

Despejada aquella duda, intento interpelarle acerca de su etapa en la Uneac, otra vez Joaquín parece haber­me leído el pensamiento.

«En agosto del 61, Nicolás es nombrado presidente de la Uneac. Participo en la fundación, pero no quiero ir a trabajar de ningún modo. No quería trabajar en una organización gremial de los escritores. Yo trabajaba en la Dirección del Partido y en el periódico Hoy. Insistió en que lo acompañara. Las relaciones eran tan estrechas que cuando llegaba un escritor invitado por la Unión de Escritores, siempre se le hacía un almuerzo o una comi­da de bienvenida, Nicolás me invitaba. Participaba con los miembros de la dirección de la Uneac como amigo de Nicolás.

«Ahora bien, en el año 76 me hace una trampa. Orga­niza el Primer Encuentro de Uniones de Escritores y Ar­tistas de Países Socialistas. Va a la Dirección del Partido. Habla con José Felipe Carneado, jefe del Departamento de Cultura del Comité Central, oriundo de Las Villas, muy amigo de Jesús Menéndez. Le dice: “Yo necesito un jefe de divulgación para este encuentro internacional pre­visto en el hotel Habana Libre, los días tales y tales, pero ya hay que empezar a divulgar el evento. Van a venir los presidentes de todas las uniones de escritores de los paí­ses socialistas, etc.” Y Carneado: “Bueno, Nicolás, dime a quién tú quieres para jefe de divulgación”. “A Joaquín Santana”. Me llama Carneado y me dice: “Mira, Nicolás te ha pedido para trabajar”. Yo era jefe de publicación en el Comité Central en la divulgación de este evento. “Ni­colás sabe que yo no quiero trabajar en la Uneac. Soy su amigo, pero no quiero trabajar allí”. Y entonces me dice: “Provisionalmente, por dos meses y después regresas para acá”.

«No me di cuenta de la trampa y fui a trabajar. Se cele­bró este primer encuentro y cuando termina, el día de la cena de despedida de todos, le dije: “Nicolás, el lunes regreso al Comité Central, a mi trabajo”. “No, porque yo te necesito. Todavía hay que hacer la recapitulación de todo esto”. “No, no. Yo me regreso”. “No puedes regresar”. Tuvimos una discusión en broma y en serio. Yo hablando en serio y él en broma. La semana siguiente me nombró director de la editorial de la Uneac. Me dijo que esa era una necesidad del Partido. Esta amistad era muy estrecha y no podía decirle que no. Me quedé en la Unión de Es­critores. Luego me pidió que asumiera, además, el cargo de jefe de Dirección de Divulgación y Relaciones Públicas. Tenía los tres cargos. Ya lo acompañaba a todas partes. Y eso duró muchos años hasta su muerte en el 89».

 Hasta ahora me ha contado de su función como asis­tente personal del Presidente de la Uneac, mas no de su labor creadora, algo que me enfatiza al instante.

 «Al margen de esa relación siempre estudié con gran pasión la obra de Nicolás, sobre todo la periodística. No para imitarlo, sino para aprender de él. Yo quería de to­das maneras que esa enseñanza fuera recibida por mí y aplicada en mi propio trabajo periodístico. No quería ser después «biógrafo de Nicolás», una cosa en la que noso­tros hemos tenido culpa en cuanto a Ángel Augier. Augier tiene una gran obra poética. Entonces, yo siempre pensaba: Y el día que muera, ¿qué seré yo, que siempre estoy con Ni­colás? Quería hacer también mi carrera periodística y mi carrera literaria. Por eso escribía novelas. Por eso seguí vinculado al periodismo, tratando de aprender todas las argucias, las técnicas; toda la “maldad” del periodismo, y era mucha».

—¿Qué influencias de su poesía le nota en el periodismo?

—Hay una gran interrelación, pero a la inversa. Nicolás es más viejo periodista que poeta. Se comprueba cuando lees muchos poemas que primero fueron crónicas. En ese sentido hay una interrelación muy estrecha. No sé dónde está la frontera entre la poesía y la prosa y, sobre todo, las crónicas de Nicolás; hay crónicas que son verdaderos poemas, no solo por el título tan atractivo. Siendo niño leí una crónica que se llama Eclipse en Alma-Ata. Muchos años después estuve en Alma-Ata y me di cuenta de que Nico­lás había recogido en esa crónica los olores, el perfume, los rumores de la ciudad. Alma-Ata fue una experiencia soviética de hacer una primera ciudad comunista y allí se hicieron experimentos sociales muy avanzados. Después escribió poemas sobre Alma-Ata. Incluso, la Elegía del mástil; primero está en forma de crónica y después, de poesía. Las fronteras están muy desdibujadas entre el pro­sista y el poeta. Sobre todo, en la crónica. Lo más cerca de la literatura es el periodismo. Por tanto, esa aproximación se justifica.

—¿Y el lugar del periodismo en la vida de Guillén?

—Cuando le preguntaban, ¿profesión?, él no decía poeta. Decía periodista. Fue siempre periodista hasta po­cos días antes de su muerte. Colaboraba con 80 y tantos años para la agencia española EFE, con crónicas sobre América Latina. Era uno de los cronistas mejor pa­gados de EFE. Él y Gabriel García Márquez. Claro, ya con 80 y tantos años, la crónica no se le resistía, pero él que­ría cada vez más perfección. Buscaba el detalle exacto. Una crónica podía demorarle una semana. Comenzaba por hacer un bosquejo general; después iba eliminando, sobre todo, adjetivos. Era enemigo absoluto, implacable, del adjetivo. Iba dejando aquella prosa en su cáscara: des­nuda, desnuda, desnuda. Maravillosamente hacía eso y después la entregaba. Nicolás y Eliseo Diego coincidían mucho todas las mañanas en su despacho en la Uneac. Yo era testigo silencioso de aquellos encuentros. Nicolás te­nía una concepción de la crónica que se acercaba mucho a la del poema que tenía Eliseo, uno de los grandes poetas cubanos del siglo xx. Coincidían en la importancia del espacio en blanco. Y si revisas las crónicas de Nicolás, verás cómo distribuía sus párrafos. Crea una ingeniería, casi un cuadro en sus crónicas. Eso lo hacía Eliseo Diego con sus poemas; partía el verso y dejaba un espacio en blanco y parecía a veces la figura de una mujer, de una guitarra. Nicolás me decía «para que el lector respire».

—¿Cómo considera el estilo de Guillén?

—Todos los escritores aprenden a escribir leyendo. Y la lectura siempre te influencia. De manera que Nicolás escribió sus primeros trabajos bajo la influencia de escri­tores a quienes leía. Indudablemente hizo buenas lecturas. Nace prácticamente en una imprenta; su padre dirige un periódico; él se hace cajista. Núñez, uno de los linotipistas del periódico El Camagüeyano, a quien entrevisté para esa biografía, me dijo: «Nicolasito andaba con 18 años con un diccionario en el bolsillo, y entonces iba aprendiéndose de memoria el significado de las palabras». Se preparó muy bien para su trabajo periodístico.

—¿Sintió alguna vez nostalgia por Camagüey?

—Siempre sentía nostalgia. Llegaba un momento en que decía: «Bueno, tenemos que ir a Camagüey». Lo acompañaba allá. Y era a caminar las calles, como hacía cuando era joven. Lo que llegó a ser fue gracias a lo que sembró la ciudad en él. Siempre fue una ciudad de mu­cha cultura. Y el entorno de Nicolás era un entorno culto. Siempre volvió la mirada, magistralmente, hacia sus orí­genes. Reconocía cuánto les debía.

—Guillén y usted estuvieron juntos gran parte de la vida. A tan­tos años de ausencia, ¿qué extraña de Nicolás?

—Su sonrisa y su sentido del humor. Aun en las peores circunstancias tenía un sentido del humor que lo salvaba de las crisis. Nunca lo vi deprimido, aunque lo estaría, porque vivió momentos muy difíciles. No fue un «lecho de rosas» su presidencia en la Uneac. Siem­pre brillaba en él, lo iluminaba, un optimismo genui­no. Extraño, sí, su sentido del humor en las crónicas. Muchas están cargadas del sentido del humor de Ni­colás Guillén. Siento su ausencia extraordinariamente simpática.

—¿Qué aprendió de Guillén?

—Me enseñó un concepto humanista de la vida. Me demostró que se podía ser generoso sin debilidad alguna, sin que la generosidad implicara debilidad. Me enseñó a amar a Cuba. Nicolás amaba a Cuba extraordinariamen­te y, sobre todo, me despojó de todo tipo de discrimina­ción racial, cosa que le agradezco.

—¿Qué sugerencias puede hacer a este estudio?

—Bueno, que recuerdes siempre que estás escribiendo de un hombre excepcional. Se destacó en una época muy convulsa, fue muy leal a sus principios, nunca co­mercializó su obra, siempre defendió los valores huma­nos más altos y mejores; por lo tanto, merece respeto y cariño.

 Con su insistencia por la utilidad de mi estudio, como consideraba toda investigación que divulgara la obra de su amigo, hacemos una pausa prolongada en lo que bus­ca un ejemplar de su Nicolás Guillén, juglar americano, un reportaje amplísimo terminado de imprimir en julio de 1989, el mes de la muerte de Guillén, y me lo autografía con la espe­ranza de que su joven colega ilumine todavía más la obra universal del Poeta Nacional.

 Joaquín G. Santana falleció el 21 de diciembre de 2007. Probablemente esta fue la última entrevista que concedió y que salió a la luz recientemente en el libro Anónimos y públicos (Editorial Ácana, 2021). Con un fragmento de aquel diálogo, JR vindica memorias de la amistad y sigue la ruta a una historia de lealtades.

 

 

Joaquín G. Santana junto a su gran amigo Nicolás Guillén que degusta un ajiaco camagüeyano. Foto: Archivo del periódico Adelante

 

 

 

 

Las fotografías que acompañan este texto son expuestas en la Galería QR del Complejo Audiovisual Nuevo Mundo. Aprovechando la conexión local y gratuita allí, el público puede acceder y descargar información del periódico Adelante, relacionada con visitas de Guillén a Camagüey.

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