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Thomas Hengelbrock y el lamento de los ángeles

JR conversa con el director de orquesta alemán, quien protagonizó, junto a músicos cubanos, uno de los mayores atractivos del Mes de Europa en Cuba en pleno abril

 

Autor:

Sergio Félix González Murguía

 

Se dice que el Réquiem de Mozart (1791), en principio, era una creación por encargo para ser interpretada en el funeral de la esposa de un aristócrata de la época, pero el compositor austriaco, tan apegado a creencias sobrenaturales, lo creó como si se tratase de su propio funeral. Lo cierto es que Wolfgang Amadeus Mozart no llegó a completar su última composición, aunque dejó algunas indicaciones que asumió uno de sus alumnos, Franz Xaver Sussmayr, quien completó lo que se convirtió en el Réquiem en re menor, K. 626.

Más de dos siglos después, la última gran obra de Mozart (1756-1791) recorre el mundo en múltiples miradas e interpretaciones, se pasea por los más grandes escenarios y es venerada por excelsos creadores y público de todo tipo. Incluso el apóstol José Martí, en una reseña publicada en 1875 en La Revista Universal de México, al escuchar una versión del Réquiem para quinteto de cuerdas, comandada por José White, no pudo ser más exacto cuando definió la música de Mozart como «una especie de lamento de los ángeles».

Ese clamor de lo divino trasciende los límites de lo terrenal y eleva al auditorio a entidades que transgreden el sufrimiento, el recogimiento, la congoja. Nunca una pieza con una concepción tan lúgubre provocó los más enaltecedores sentimientos, o al menos ese puede ser un pensamiento que salte cuando se está enfrente de una interpretación del Réquiem mozartiano. Ello también se debe a los ejecutantes que la hacen posible, como ocurrió durante el recital que aconteció recientemente en la Catedral de La Habana, donde se unieron la Schola Cantorum Coralina, el Coro de Cámara de la Universidad de las Artes (ISA), el Coro del Teatro Lírico Nacional con algunos componentes del alemán Ensemble Balthasar Neumann y la Orquesta del Lyceum de La Habana, todos bajo la batuta del excelso Thomas Hengelbrock.

Se trató de un concierto con diferentes apoyos y motivaciones, enmarcado en la celebración del Mes de Europa en Cuba y que, al decir de los organizadores, abarrotó la Catedral habanera con la presencia de alrededor de 1 500 personas, demostrando que la música de Mozart late y convoca, aún en este siglo. Y con semejante despliegue de sensaciones, en medio de la plenitud del Communio, en el ocaso de la presentación, uno no podía evitar pensar: «Cómo hubiese querido verlo Wolfgang Amadeus».

Lo vivido aquella noche en la Catedral aún sobrecoge, también al director de orquesta alemán Thomas Hengelbrock, con quien Juventud Rebelde tuvo oportunidad de conversar por aquellos días en que Mozart, una vez más, se escuchó en La Habana. Este creador europeo no es un rostro desconocido en la escena cubana, pues en 2019, también al frente de la Orquesta del Lyceum de La Habana, interpretó composiciones de Schumann, así como la Misa de coronación de Mozart. Con esas cartas de presentación, interpretar el Réquiem del compositor austriaco en la capital de la Mayor de las Antillas, junto a músicos cubanos, era una tentación difícil de evitar.

«Mi relación con Cuba comenzó como un gran romance en 2014 cuando vi el fantástico trabajo que hacen aquí con la música. Entonces decidí mantener el contacto, también por interés de los profesores del ISA y la Orquesta del Lyceum», confiesa el también violinista y musicólogo alemán, quien dirige el Ensemble Balthasar Neumann, formación que fundó a inicios de los 90 con el empeño de interpretar obras de diferentes épocas con un criterio historicista.

Precisamente con algunos componentes del Ensemble y el coro de la agrupación, Hengelbrock asistió a este intercambio para conformar la propuesta que se disfrutó en la Catedral de La Habana, que incluyó talleres y encuentros académicos previos con músicos cubanos. El recital podría definirse como un viaje en reversa, donde la audiencia fue recibida con la Sinfoniesatz y el Salmo n. 43 del alemán «postmozartiano» Felix Mendelssohn (1809-1847), música que anticipaba la llegada del inconfundible Réquiem del compositor austriaco.

Hengelbrock, cuyo repertorio abarca desde música antigua hasta composiciones contemporáneas entre los siglos XIX y XX, reivindica el espíritu teatral de la música de Mozart. «Es el mayor genio musical del siglo XVIII, particularmente en la ópera. De alguna manera, cuando escribe sinfonías, obras para piano o el propio Réquiem, está como imbuido de este espíritu teatral. Cuando me enfrento a ello, es preciso hacer un análisis muy claro de lo que quiere decir el texto. Este escrito en latín para muchos puede ser lejano, pero si haces un análisis real de lo que está diciendo, las distintas imágenes y textos bíblicos, entonces se convierte en una especie de ópera, con todo su dramatismo.

«Llegar a interpretarlo es fruto de un proceso largo, que supone estudiar cada pieza musical con detalle. En Balthasar Neumann —la agrupación cuenta con su propia academia— hay bibliotecas y musicólogos especializados en dar contexto a cada uno de los programas que interpretamos. Además, he dedicado mucho tiempo a ir a bibliotecas en Polonia e Italia, para encontrar las fuentes originales de la música que luego hago como director. Trato de tener una imagen muy clara de cómo quiero escuchar la música y trabajo con los intérpretes para entender cada frase musical, pero luego me sumerjo con ellos con toda emoción y pasión», explica.

Esa emocionalidad es un ingrediente esencial para el trabajo de Thomas Hengelbrock. Al momento del Réquiem, dirigió la orquesta y los coros sin partitura y es que, más allá de conocer al dedillo la obra del Wolfgang Amadeus, destreza musical mediante, prefiere dejarse seducir por una obra que exalta el espíritu.

Este director de orquesta, que ha comandado desde la Orquesta de París hasta las Filarmónicas de Viena y Múnich, disfruta su trabajo y es algo que el público percibió en su más reciente presentación en la capital cubana. «Cada orquesta suena distinto y eso me fascina. No vendría a Cuba si no tuviera la esperanza, el deseo y el conocimiento de saber que estos músicos y cantores pueden decir y traer algo nuevo al Réquiem que, por ejemplo, la Filarmónica de Viena no. Son muy buenas las orquestas europeas, pero hay una cierta resistencia de ir un poco más allá, tienen buenas rutinas justo hasta el límite. Pero al final se trata de que con cada formación construyamos un viaje emotivo musical que sea llevadero e interesante».

La naturaleza humana del arte

Thomas Hengelbrock confiesa que ya no es «muy fanático» de grabar su música en CD, aunque su discografía supera la treintena de materiales. «Me gusta cuando la gente tiene que venir al concierto, una experiencia única siempre. Debemos proteger, ahora que tenemos tanto acceso a la música en las plataformas digitales, la singularidad del concierto, que es el momento donde logran conectar realmente los músicos con el público y generar experiencias nuevas».

Ese intercambio cara a cara, no solo con el público, también en la etapa de ensayos con los músicos, incluso en la etapa de investigación, supone un patio de recreo para un creador que no disimula sus curiosidades. Ello puede explicar que entre sus gustos más personales se encuentre su fascinación por el jazz y otras músicas contemporáneas, al margen de su carrera como director de orquesta, también su acercamiento a otras manifestaciones artísticas como la danza y su colaboración con la propia Pina Bausch, maestra renovadora de la danza moderna. «La esencia de todo arte nos habla de la naturaleza humana y eso es algo que compartí con Pina. Trabajamos durante tres meses en una producción para la Ópera de París y nos acercó mucho una idea muy similar de lo que es el arte: dejarse llevar, emocionarse, salir de lo que está marcado.

«Hay que subirse al escenario cuando realmente tienes algo que decir. En Balthasar Neumann nos concentramos en eso y, por ejemplo, vamos a campos de refugiados, escuelas, casas de retiro, centros de alzhéimer y siempre le digo a mis músicos que no toquen distinto a como lo harían en el Carnige Hall o en la Catedral de La Habana. Siempre se debe tocar con la misma pasión y con esa misma idea de decir algo».

 

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