Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Así era Ignacio Agramonte

Lo llama «héroe sin tacha» y «diamante con alma de beso». Le elogia el coraje, la hombría, la virtud, la caballerosidad, su apego a la ley. «Por su modestia parecía orgulloso», dice, y recuerda que se sonrojaba cuando le ponderaban el mérito y que se le humedecían los ojos si sabía de una desventura. «Era como si por donde los hombres tienen corazón tuviera él estrella. Su luz era así, como la que dan los astros…».

En unas treinta ocasiones, a lo largo de artículos y discursos, evoca José Martí, Apóstol de la independencia de Cuba, la figura de Ignacio Agramonte, el Bayardo de la Revolución Cubana. El hombre que en plena guerra, rayando las hojas de los árboles con la punta de su cuchillo, enseñó a leer al mulato Ramón de Agüero. Aquel que parecía que «curaba como médico cuando censuraba como general». El amante que cuando los españoles le profanan la casa y le llevan a la esposa, se iba solo sin otra compañía que la de un ordenanza, «a rondar, mano al cinto, el campamento en que le tenían cautivo los amores».

Agramonte nació en la ciudad de Camagüey, en 1841, y murió en 1873. Estudió Derecho en la Universidad de La Habana y tenía 27 años de edad cuando se sumó a la lucha por la independencia patria. Alcanzó los grados de Mayor General. Tuvo una participación destacadísima en la elaboración de la Constitución de Guáimaro (1869), ley de leyes de la República en Armas. Su discrepancia con el presidente Céspedes, iniciador de la Revolución y Padre de la Patria, lo llevó a renunciar al mando de la guerra en su región natal; jefatura que reasumió, al llamado de Céspedes, en 1871. Entonces, escribe Martí, «sin más ciencia militar que el genio, organiza la caballería, rehace el Camagüey deshecho, mantiene en los bosques talleres de guerra, combina y dirige ataques victoriosos…».

Su respeto por Céspedes, pese a las diferencias, fue siempre irrestricto. Martí apunta que Agramonte era el único que, acaso con el beneplácito popular, pudo desafiar la ley y sin embargo la sirvió sin vacilación. Por eso para el Apóstol, Ignacio Agramonte nunca fue tan grande «como cuando al oír la censura que hacían del gobierno lento sus oficiales, deseosos de verlo rey por el poder como lo era por la virtud, se puso de pie, alarmado y soberbio, con estatura que no se le había visto hasta entonces, y dijo estas palabras: «¡Nunca permitiré que se murmure en mi presencia del Presidente de la República!».

Pasaje memorable de la vida de Agramonte lo es el del rescate del general Julio Sanguily. El bravo guerrero tenía inutilizados las piernas y un brazo, y sus hombres lo ataban a la montura  para que pudiera ir al combate. Lo secuestró un día una columna española y lo llevó prisionero. Escribe Martí al respecto: «Cayó sobre la columna Ignacio Agramonte, atravesó por ella a escape con sus treinta hombres, arrancó a Julio Sanguily de la silla de un sargento… entre el resto de la columna los jinetes rápidos como el instante».

Agramonte se dispuso en Jimaguayú a morir para salvar a sus compañeros y ver luego de salvarse él, expresa Martí. Murió en una escaramuza, en un combate sin importancia. Su cadáver fue ultrajado y dispersadas sus cenizas al viento. «Sombra inmortal», llama José Martí a este hombre más fino que recio. «Pero vino la guerra, domó de la primera embestida la soberbia natural, y se le vio por la fuerza del cuerpo, la exaltación de la virtud».

Si así no lo reconociera…

Se imponen las armas cubanas en El Salado. En el fragor del combate, el teniente Luis González Estévez, jefe de la tropa española, recibe dos balazos en una pierna, que le impiden, llegado el caso, retirarse del campo de batalla con el resto de la tropa bajo su mando. Capturado por los cubanos, aguarda, temeroso, por su suerte. Lo rondan los presagios peores y espera que en cualquier momento acudan a rematarlo.

Pero no se presentan enemigos iracundos, sino un médico que, con los medios de que dispone, le hace la primera cura. Su sorpresa desborda todo límite cuando ve aparecer delante de él al mayor general Ignacio Agramonte en persona. Ahora sí que se ha sellado su destino, piensa el español, convencido de que el jefe insurrecto dispondría su muerte. Pero no. Agramonte, que también fue herido en el combate, se interesa por su estado y pregunta que cómo se siente. Agrega de inmediato:

—Se le ha atendido a usted con nuestros escasos recursos, en cumplimiento de lo que las leyes de guerra, en otras naciones, determinan en favor de los prisioneros dignos a quienes les es adversa la fortuna. Si usted no lo reconociera así, no sería militar ni caballero.

Siente el español volverle el alma al cuerpo. Atina solo a pronunciar una palabra.

—Gracias —dice.

Instantes después, Agramonte ordenaba que el prisionero fuera conducido con cuidado hasta el campamento enemigo más cercano.

Tu deber antes que mi felicidad

Salvador Cisneros Betancourt ha desaparecido de la ciudad. Pudo escabullirse a tiempo porque el telegrafista Manuel Marrero le avisa de la llegada de un mensaje dirigido a las autoridades coloniales en Camagüey con orden de  detención en su contra.

Impone el Marqués a Agramonte de los detalles de la labor que realiza para encauzar la marcha de la Revolución. Pero Agramonte poco puede hacer, porque días después otra orden, de la que le da cuenta el mismo telegrafista, dispone también su detención. Aun así, se mueve entre los grupos que simpatizan con la independencia, pero toda gestión, todo movimiento es para él un peligro. Nada puede hacer ya en la ciudad y debe unirse a los rebeldes. Antes, por supuesto, se despedirá de Amalia Simoni, su esposa.

El encuentro es patético. Llegan juntos a la puerta de la vivienda y vuelven sobre sus pasos para permanecer abrazados durante largo tiempo. La emoción que los embarga es indescriptible y los dos corazones laten al unísono.

—Ojalá, Amalia, que nunca se encuentren mi deber y tu felicidad… —dice él.

—Tu deber antes que mi felicidad, Ignacio —responde ella.

Un hombre desesperado

Marcha Agramonte hacia Nuevas Grandes para proveerse de armas cuando un práctico lo alcanza en el camino.

—Amalia, ¿verdad? —pregunta angustiado. Responde el mensajero que, en efecto, su esposa está a punto de dar a luz. Imparte Agramonte instrucciones sobre el reparto del armamento al jefe de su Estado Mayor y vuela a Arroyo Hondo, en el distrito de Cubitas, donde se encuentra su familia.

Es ya medianoche cuando llega, pero no puede abrazar a su esposa ni ver al recién nacido. En el cuarto de Amalia duermen varias señoras y, por respeto a ellas, domina sus ansias.

No tiene otra alternativa que la de esperar. Pone sus alforjas donde puede y vela, durante toda la noche, ante la puerta cerrada.

Con los claros del día despierta Ana Betancourt y se acerca al lecho de Amalia para preguntarle cómo se siente. Ella, que escuchó pasos durante la noche, no se equivoca y responde: «Estoy muy bien. Me parece haber sentido llegar a Ignacio». Abre Ana la puerta de la habitación y Agramonte, excitado y nervioso, exclama:

—Levántense pronto, señoras, y salgan, que aquí está un hombre desesperado por abrazar a su mujer y conocer a su hijo.

Fe en la causa que defiende

Superadas las discrepancias con Céspedes, reasume Agramonte el mando de Camagüey con todas las prerrogativas y facultades. Sin perder tiempo organiza el cuerpo de exploradores, así como la caballería y la infantería. Pero la Revolución ha sufrido serios quebrantos en el territorio. Hombres fogueados en la guerra, y con grados, se rinden al enemigo y las defecciones crecen por día. Agramonte no se da tregua a sí mismo. Anima a los patriotas, destroza a cuanta partida de españoles encuentra a su paso, a veces en una lucha cuerpo a cuerpo; se enfrenta a la muerte a diario. Poco consigue. La sangrienta represión orquestada por Valmaseda ha sembrado el terror en el campo cubano.

Debe tomar Agramonte disposiciones serias. Ordena: «Todo el que pretenda desertar o rehuir sus compromisos, sus juramentos de fidelidad al Ejército Libertador, será pasado por las armas». Dispone el asalto de la Torre Óptica de Colón; no logra tomarla. Pero tiene éxito cuando se enfrenta con las fuerzas del coronel Báscones: los mambises luchan con denuedo y entusiasmo. Aunque no por entero, se frenan las presentaciones al enemigo, pero las pérdidas son dolorosas entre los jefes insurrectos. Las tropas disponen cada vez de menos recursos, no llegan las expediciones del exterior y siguen vigentes las discordias entre el Presidente de la República y la Cámara de Representantes.

Agramonte espera y confía. Tiene fe en la causa que defiende y no se agota su perseverancia.

Una tarde, en su campamento, acepta discutir el futuro de la guerra. Un oficial recién llegado no cree posible que pueda continuarse. No comparte, y lo dice, la convicción de Agramonte, que resta importancia a los reveses y cree ciegamente en que Cuba será libre, pues el Bayardo no admite la derrota ni en teoría.

El visitante lo escucha y mueve la cabeza en son de duda. ¿No está viendo usted lo contrario todos los días? ¿Con qué recursos cuenta usted, General, para continuar la guerra?

Agramonte no demora su respuesta. Dice, rápido:

—Con la vergüenza.

El mayor

Muere Agramonte en el combate de Jimaguayú, y hacia el Camagüey se encamina el mayor general Máximo Gómez nombrado por Carlos Manuel de Céspedes como sustituto del jefe caído.

Una avanzada de las tropas de Gómez se encuentra con una tropa de la caballería camagüeyana. ¿Quiénes son ustedes?, preguntan. Somos la avanzada del mayor Máximo Gómez, responden los recién llegados.

—¡Ah! —exclaman los camagüeyanos. Dirán ustedes del mayor general Máximo Gómez, porque aquí no hay más mayor que Ignacio Agramonte.

(Fuente: textos de Carlos Márquez Sterling)

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