Lecturas
No consigna la crónica habanera cuándo se estableció aquí la primera cárcel pública. Pero Emilio Roig de Leuchsenring, en el tomo tres de su obra La Habana: Apuntes históricos, afirma que ese establecimiento penal fue destruido por un incendio en 1622. Precisa el historiador que se hallaba situado en la Plaza de Armas, con frente a la calle de Obispo. No debe haber sido un edificio construido especialmente para dedicarlo a penitenciaría, sino una casa adaptada para ese fin.
Sería también un local adaptado, aunque más amplio, la nueva instalación disciplinaria, en la calle de Mercaderes cerca de Lamparilla. Pronto se hizo insuficiente para tantos reclusos y se habilitó como cárcel la vivienda contigua.
Fue costumbre durante la colonia que la máxima autoridad de la Isla, el alcalde y los miembros del cabildo, como autoridades locales, y los presos ocupasen un mismo edificio o bien construcciones contiguas. Así se hizo cuando, en 1792, quedó habilitado el Palacio de Gobierno o de los Capitanes Generales, actual Museo de la Ciudad. Allí residía y tenía su despacho el Capitán General, y allí radicaba asimismo el Ayuntamiento. Una parte del edificio, exactamente la parte trasera, la que da sobre la calle de Mercaderes, se destinaba a cárcel.
Dicen que, en un comienzo, se preparó para 400 reclusos. Pero crecía la ciudad y, con ella, la delincuencia, y a partir de 1824 nunca hubo allí menos de 600 internos. La cosa se puso fea a partir de 1834, cuando se hizo cargo del Gobierno de la colonia el capitán general Miguel Tacón. El hombre que quiso gobernar a taconazos, aunque no todo fue negativo durante su mandato, emprendió una persecución implacable contra los desafectos a la Corona y también contra los delincuentes comunes, lo que elevó muy pronto a 700 el número de reclusos.
Otra epidemia de cólera —hubo ya una en 1833— se hizo sentir en La Habana; se cebó la enfermedad en los presos y Tacón temió quizá que el mal ascendiese hasta la segunda planta del edificio.
Cortó por lo sano. Sacó de la Capitanía General a los cautivos y los envió a La Cabaña hasta que estuviera listo el establecimiento penal que mandó construir. La Cárcel Nueva. Pero aquel hombre dio su apellido a todo lo que se hizo bajo su mando. Así, como hoy hablamos de un teatro, un mercado y un paseo de Tacón, hablamos además de una cárcel de Tacón.
La Cárcel Nueva se emplazó fuera del recinto amurallado, en la explanada que se extendía entre la puerta de la Muralla conocida como de La Punta y el Castillo de igual nombre. Su fachada principal caía sobre el Paseo del Prado y uno de sus laterales lindaba con la calle que coincidentemente se llamó Cárcel, mientras que el otro corría paralelo a la explanada, en el área donde, andando el tiempo, se construyeron los barracones de Ingenieros, que ya no existen, y frente a una de cuyas paredes fueron fusilados los ocho estudiantes de Medicina, el 27 de noviembre de 1871.
Mucho ganaron los presos con la nueva instalación carcelaria, acometida según los planos del coronel de ingenieros Manuel Pastor, a quien La Habana debe otras obras notables. Se trataba de un edificio abierto a la brisa marina y dotado de un patio central espacioso y enverjado, que además de mejorar la ventilación de las celdas servía a los reclusos para tomar el sol y el aire, y ver y ser vistos por familiares y amigos.
Dice el historiador Jacobo de la Pezuela que la construcción de la Cárcel Nueva o Cárcel de Tacón se rigió por un proyecto que se correspondía, por su amplitud y elegancia, con la ciudad y la población a las que estaba destinada. Tenía capacidad para 2 000 presos, que podían dividirse por sexo, clases sociales y delitos. Y despertaba la admiración por las bellísimas arcadas del patio, de influencia neoclásica y las columnas toscanas, lo mismo que las de la fachada. Dice Emilio Roig: «Era uno de los pocos edificios de carácter civil construidos durante la época en que dominó en Cuba el estilo neoclásico».
El primer cuerpo de la cárcel quedó listo en septiembre de 1836 y durante los tres días finales de ese mes se trasladaron 700 reclusos para el nuevo edificio. El segundo cuerpo se inauguró en 1839. Dice Pezuela que un oficial y 34 números de tropa custodiaban la instalación. Había además un recinto, con capacidad para 1 200 hombres, destinado a cuartel de infantería, cuyos elementos servían también de custodios.
Numerosos patriotas fueron recluidos en la Cárcel Nueva. Entre ellos José Martí, que allí guardó prisión entre 1869 y 1870, mientras realizaba en las canteras de San Lázaro los trabajos forzados que describiría de mano maestra en su opúsculo titulado El presidio político en Cuba.
Hasta el final de la colonia y durante los años iniciales de la República la parte del edificio que daba al Paseo del Prado estuvo dedicada a presidio, y a cárcel y vivac la que caía sobre el antiguo parque de La Punta. En 1904 el Castillo del Príncipe se habilitó como presidio, y la instalación mandada a construir por Tacón quedó como cárcel y vivac. Sobre 1930 o 31 el presidio salió del Príncipe, que quedó como cárcel y vivac, para radicar en el Reclusorio Nacional para Hombres de Isla de Pinos, recién construido entonces.
Durante las guerras de independencia España extrañó a numerosos patriotas en Isla de Pinos. Muchos de ellos debían cumplir su sentencia en la pequeña cárcel local; los más llevarían allí la pena de destierro.
En 1925, Gerardo Machado asume la presidencia de la República. Trae —claro que de mentiritas— un programa de adecentamiento y regeneración. Asume, a propuesta de Rogerio Zayas Bazán, un ministro de Gobernación (Interior), la construcción en el reparto Chacón, de Nueva Gerona, capital de Isla de Pinos, de un llamado Presidio Modelo. Con capacidad para 6 000 reclusos de todo el país, sería una réplica, se dice, de la cárcel de Joliet, en Illinois, Estados Unidos. Con cuatro galeras circulares, de cinco plantas cada una, y 93 celdas en cada planta. Más que un Presidio Modelo fue siempre un modelo negativo.
El Príncipe no se construyó para prisión. Es una de las fortalezas con las que se quiso reforzar la defensa de La Habana luego de haber sido tomada por los ingleses, en 1762. Recuperó España la ciudad en 1763 y acometió de inmediato obras de protección como La Cabaña, que requirió 11 años de trabajo, y el Castillo de Atarés, concluido en 1767.
Aun después de edificado Atarés se advertían deficiencias en la defensa de la capital de la colonia. La invasión británica puso de manifiesto la insuficiencia del torreón de la Chorrera para evitar un desembarco por esa zona, única donde los invasores podían proveerse de agua potable. Se necesitaba entonces de una fortaleza que cubriera La Habana por su parte más expuesta y apoyara a los combatientes que allí se enfrentaran al enemigo.
La fortificación de la loma de Aróstegui fue tarea encomendada al ingeniero belga Agustín Cramer, el mismo del Castillo de Atarés. Las obras del Príncipe comenzaron en 1767 y se dieron por terminadas de manera definitiva en 1779.
Como La Cabaña, el Príncipe ha permanecido mudo para las acciones de guerra.
En un comienzo los condenados a muerte en La Habana cumplían su sanción en la horca. Esa máquina de matar estaba instalada en la plaza de las Ursulinas, que se aboca sobre la calle de Egido. A la calle de Bernaza se le llamaba el camino de la horca porque conducía hasta el lugar del patíbulo. En 1810, cuando aún no se había construido la Cárcel de Tacón, la horca fue situada en la explanada de La Punta. En 1834, Fernando VII, el rey felón, abolió el uso de la horca en España y en todos sus dominios. Sería sustituida por el garrote. Durante decenas de años las ejecuciones fueron públicas. Luego el garrote se ubicó en el interior del recinto carcelario. En esa explanada murieron en garrote vil Narciso López, Eduardo Faccioso y Ramón Pintó, entre otros. Domingo Goicuría también guardó prisión en el lugar, pero fue ejecutado, también en garrote, en la loma del Príncipe, fortaleza convertida en prisión política desde 1796, cuando la estrenó como tal Antonio Nariño, precursor de la independencia de Colombia.
La Audiencia Pretorial radicó y celebró sus reuniones en el piso principal de la Cárcel de Tacón desde la apertura de esa instalación penitenciaria. Y permaneció en ese sitio, ya como Audiencia de La Habana, hasta 1938.
En 1930, salvo la parte ocupada por la Audiencia, la Cárcel Nueva, que en esa fecha era ya vieja, viejísima, quedó vacía. En el vetusto edificio se instalaron entonces las oficinas del Ayuntamiento y de la Alcaldía de La Habana, y allí estuvieron mientras se efectuaba la restauración del palacio municipal dispuesta por el alcalde Miguel Mariano Gómez.
Nueve años después el edificio era desmantelado. Sobre el terreno donde se asentó se construyó el Parque de los Mártires, en recuerdo de cuantos sufrieron prisión o muerte en esa cárcel. No fueron demolidas y, como reliquias históricas, forman parte del parque dos celdas bartolinas en las que se encerraba a los presos más contumaces o a aquellos a los que se quería castigar con mayor dureza. Quedó en pie además la capilla donde numerosos héroes y mártires pasaron las últimas horas de su vida.
Hubo vivac, cárcel y presidio de mujeres en Guanabacoa y otra cárcel de mujeres en la barriada de Mantilla. La primera funcionó durante muchos años en lo que fue el viejo hospital local, para pasar al que fuera Reformatorio de Varones, en Guanajay. Hoy es ya casi ruina, aunque pueda leerse aún mucho de lo que las reclusas dejaron escrito en sus muros; esos recados de presos que terminan siempre conmoviendo a quien los lee. La segunda fue acondicionada como sede del museo municipal de Arroyo Naranjo.
La Casa de Recogidas no era precisamente una cárcel, pero una vez dentro no era posible la salida sin un mandato judicial que lo dispusiera. Tampoco existe. El edificio que ocupaba fue demolido, junto con el de la antigua Armería, para construir el Archivo Nacional en la manzana que ocupaba.
Se proyectó en 1746, pero no funcionaría hasta 1773. Su objetivo principal fue el de separar de la población penal masculina, en la cárcel pública, a mujeres que se catalogaban de incorregibles. Su propósito en verdad era mucho más amplio, pues se concibió, dice su reglamento, «para doncellas pobres y expuestas a relajación; para depositadas con destino a matrimonio y para divorciadas y para delincuentes escandalosas e incorregibles».
Esa instalación subsistió hasta el fin de la dominación colonial española.