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Evocación a la Campaña más noble del mundo

El espirituano Juan Ernesto Sánchez Abreu fue uno de los más jóvenes protagonistas del proceso que desterró de Cuba el analfabetismo

Autor:

Lisandra Gómez Guerra

SANCTI SPÍRITUS.— «Te imaginas que hoy cojas a tu hijo de 13 años y los mandes solo para la Sierra Maestra y la Sierra de antaño, sin carreteras, puentes…», reflexiona Juan Ernesto Sánchez Abreu y se aferra al silencio con la última palabra para retornar al año 1961.

 Su hermana Milagros apenas había espigado y escondida de la madre llenó las planillas que confirmaban su aceptación para formar parte de la Campaña de Alfabetización.

 «Uno de los procesos más grandes en Cuba y del mundo, después de 1959. Fue noble, altruista. Acabó con la ignorancia. Se nos explicó desde el primer día, que debajo de cada bohío ocurriría porque íbamos a vivir junto a los analfabetos.

 «Era lo que se imponía en aquellos momentos y las familias cubanas se sensibilizaron. Resultaba difícil encontrar un hogar que no tuviera a uno de sus miembros involucrados ya fuera en la Campaña como alfabetizador, maestro voluntario o popular, coordinador o técnico asesor.

 «Nosotros no fuimos la excepción. Imagínate, soy asmático, tenía 13 años y cuando en la casa se supo que me iba se formó tremendo rollo, pero al fin salí».

 Cargó una maleta y junto al resto de espirituanos voluntarios, Juan Ernesto llegó a Varadero. Ahí lo ubicaron en el grupo que conquistó la zona oriental, específicamente en la actual geografía de la provincia de Granma.

 «Pensé estar siempre junto a mi hermana. Ni en Varadero la vi. A las mujeres las dejaban en las zonas menos intrincadas. ¡Imagínate que para llegar a Manacal Arriba tenía que pasar 28 veces el río Bayamo!

 «Al poner pie en la Ciudad Monumento nadie nos esperaba. Éramos tantos que dormimos donde pudimos. En mi caso, lo hice sobre un banco de la iglesia de esa urbe. Al otro día nos fuimos para Guisa y, después para la Sierra Maestra. Por ser el menor del grupo, me acogieron en una casa que tenía buenas condiciones».

 La familia de Mario Mojena le abrió las puertas de su hogar. Pernoctaba ahí mientras no andaba por los serpentinados trillos, entre arroyos con el farol y manual en manos para borrar las huellas de la desatención. Tejió demasiadas historias durante los nueve meses que vivió en el encantador paraje natural.

 «Todo fue muy traumático. El primer choque resultó al montarme en el artefacto con cadenas en las ruedas que subía y bajaba por las lomas resbaladizas como si nada. No lo niego, sentí mucho miedo, casi me orino. También, lograr que aquellos hombres y mujeres de campo creyeran que el muchachito los enseñaría costó trabajo. Ni me acuerdo bien como transcurrieron los primeros encuentros. Me sudaban las manos, las orejas las tenía calientes, eran muchas cosas. Aprovechaba los momentos de mayor entusiasmo porque ellos además de la resistencia ante lo nuevo venían a las clases cansados de trabajar la tierra».

—¿Qué era lo que más extrañabas?

—Mi barrio: calle Martí esquina Buena Vista y los amigos de entonces.

Juan Ernesto Sánchez Abreu vuelve una y otra vez sobre la historia de la Campaña de Alfabetización. Foto:Lisandra Gómez Guerra

 Responde sin pensar. Y regresa a las múltiples anécdotas que contó al retornar a su hogar en Sancti Spíritus y que hoy navegan por su perfil de Facebook, una especie de memoria viva de la Campaña de Alfabetización.

 «Entre los alumnos estaba Compay Gube, un hombre ya mayor muy respetado por los lugareños. Me decía que no veía las letras y yo se las hacía grande. Pero insistía en que no podía hasta que un día en el medio de la clase cayó del techo un bichito microscópico y raudo y veloz con su dedo lo trituró mientras gritaba: “¡Estos bichos no dejan dormir en las noches!” Al ver aquello sólo atiné a decirle: “Apretaste compay, qué buena vista tienes”».

 También Juan Ernesto Sánchez Abreu —quien dirigió por un buen tiempo uno de los politécnicos espirituanos— resguarda entre risas la anécdota que lo hizo correr hasta el borde de un barranco en la oscuridad por el miedo de la historia que le crearon una noche de lluvia.

 «Me acuerdo también de que un día reposaba en mi hamaca y sentí como si el techo de zinc de la casa se me viniera encima. Me levanté corriendo y me encontré a Elena, la
señora de Mario, subida sobre la mesa gritando: “Misericordia, misericordia”. Era un temblor de tierra. Aquí en Sancti Spíritus no estamos acostumbrados, de ahí mis nervios».

 Cada experiencia disipaba un poco la nostalgia por la familia en tierra del Yayabo. Solo en dos ocasiones pudo ver a su hermana y madre que llegó hasta el lomerío oriental para abrazar a sus vástagos. Y aunque las añoranzas eran múltiples no olvida el trote del pecho el día que dejó atrás a Manacal Arriba, ya libre de analfabetismo.

 «Nos hicieron un acto solemne con directivos de la brigada, la asociación campesina, alfabetizadoras y familias. Nos escoltó, hasta el punto donde cogimos los carros que nos bajaron hasta Bayamo, una larga columna de lugareños a caballo y otros a pie. Los del inicio cantaban y gritaban consignas. Los de atrás contenían las lágrimas. Al llegar al lugar se desataron las emociones y todos tuvimos un cuerpo para abrazar y llorar, incluyendo los niños».

 Con el lomerío a su espalda el adolescente Juan Ernesto Sánchez Abreu no imaginó que otras muchas sorpresas le esperaban en el camino hacia La Habana.

 «Era un mar inmenso de alfabetizadores para tomar el tren. De tipo cañero fue el que nos pusieron. Mi amigo Gerónimo y yo, los más pequeños nos perdimos del grupo y decidimos abordar el primer vagón que encontramos, escalando sus inmensos barrotes. Ha sido el viaje más largo de mi vida, sentados en el piso, incómodos, sin inodoro, sin techo. Al pasar por algunos lugares las personas concentradas al borde de la línea del ferrocarril nos decían adiós. Si me preguntas el tiempo que estuve en aquella mole de hierro solo sabría decir varios días y noches. Cuando bajé a tierra firme casi no sabía caminar. Necesité tiempo para que los saltos del tren abandonaran mi esqueleto».

Ya en la capital, otra familia acogió a este espirituano que no olvida ni un solo instante el 22 de diciembre de 1961.

 «La Plaza de la Revolución tembló cuando se izó la bandera que indicaba que éramos territorio libre de analfabetos. Aquello fue demasiado fuerte», alega y otra vez el silencio lo ahoga.

—¿Valió la pena la decisión tomada con solo 13 años?

—Sí. Aportamos lo que pudimos a la enseñanza de esta nación. Cuba fue distinta a partir de ahí. Salieron de ese momento los primeros maestros, médicos, profesionales de la Revolución. Protagonizamos un momento de pura efervescencia con la guía de Fidel.

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