Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La irrefrenable pasión por la verdad

Han transcurrido 131 años. Rasguemos el tiempo. Permitámonos escuchar, con el pecho apretado, en silencio profundo, al mismísimo Martí

Autor:

Reinaldo Cedeño Pineda

«Yo quiero que la ley primera de nuestra República sea el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre». Culto, cubanos, dignidad plena. No son meras palabras, es la inmersión martiana en la mismísima raíz de la existencia, desde su perspectiva ética y humanista. La aspiración aparece recogida en el Preámbulo de la Constitución de la República de Cuba, pero su validación definitiva, al fin y al cabo, solo la puede otorgar la práctica cotidiana de las instituciones llamadas a encarnarla.

Frase tan rotunda, tan entrañable, es pronunciada por Martí en su discurso del Liceo Cubano de Tampa, el 26 de noviembre de 1891, ante una nutrida emigración, en la ardorosa campaña de aunar y sensibilizar a cuantas almas se pudiera en pro de la independencia contra el coloniaje español. Reproducido luego en una hoja suelta, esa oratoria ha pasado a la posteridad con el nombre de Con todos y para el bien de todos.

Han transcurrido 131 años. Rasguemos el tiempo. Permitámonos escuchar, con el pecho apretado, en silencio profundo, al mismísimo Martí, cuya «brillante peroración producía en la médula una sensación análoga a la que despierta la vida del acróbata lanzado al aire en un ejercicio peligroso», al modo de decir del argentino Carlos Aldao.

«Porque si en las cosas de mi patria me fuera dado preferir un bien a todos los demás, un bien fundamental que de todos los del país fuera base y principio, y sin el que los demás bienes serían falaces e inseguros, ese sería el bien que yo prefiriera: yo quiero que la ley primera de nuestra república sea el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre».

El genio de Paula, aquel que padeciera de por vida la huella dejada por los grilletes del Presidio Político, aquel que prefirió la estrella «que ilumina y mata» a la «rica y ancha avena» del yugo, el que encontrara «dicha grande» en la arena patria de Playita; traía bordada en su mente la República ética que quería para sí, para su país, para su gente. Esa y no otra:

«O la república tiene por base el carácter entero de cada uno de sus hijos, el hábito de trabajar con sus manos y pensar por sí propio, el ejercicio íntegro de sí y el respeto, como de honor de familia, al ejercicio íntegro de los demás; la pasión, en fin, por el decoro del hombre, o la república no vale una lágrima de nuestras mujeres ni una sola gota de sangre de nuestros bravos».

Las visiones sesgadas, la fidelidad confundida con el silencio, la adulación buscadora de favores, los privilegios insultantes, nada tienen que ver con la República martiana. Está en las antípodas. «Se me hincha el pecho de orgullo y amo aún más a mi patria desde ahora, y creo aún más desde ahora en su porvenir ordenado y sereno, en el porvenir, redimido del peligro grave de seguir a ciegas, en nombre de la libertad, a los que se valen del anhelo de ella, para desviarla en beneficio propio», advertía.

No se repara lo suficiente en que el célebre ensayo Nuestra América, fue escrito (a primera vista parecería una paradoja) en la otra América, la anglosajona. Martí es un exiliado que apresa el ambiente exultante que le rodea, que toma el pulso al mundo; pero su pertenencia afectiva está fuera de dudas. Su vindicación de las «repúblicas dolorosas de América», aparece publicada en La Revista Ilustrada de Nueva York, en el estreno de 1891, el 1ro. de enero. Ha de haber sido un regalo muy especial, inusitado tal vez, para sus lectores.

¿Cómo reaccionarían aquellos que deslizaron sus ojos por la letra impresa de Nuestra América por primera vez? Cada idea parece cincelada, incluida aquella tremendamente gráfica: «Los pueblos han de tener una picota para quien les azuza a odios inútiles; y otra para quien no les dice a tiempo la verdad».

De la urgencia de la verdad, de la pasión por vivir en ella, anda marcada la existencia martiana, eslabonado su pensamiento. La verdad puede aparecer, por instantes, disfrazada, disimulada, sofocada, incluso acuchillada; pero siempre emerge. La verdad es renacedora. Hay unos apuntes de Martí que lo ilustran de manera inequívoca, con la singular marca de su poética:

«Nace el guao en el campo del hombre laborioso, y silba la serpiente desde sus agujeros escondidos y brilla el ojo de la lechuza en los campanarios; pero el sol sigue alumbrando los ámbitos del cielo, y la verdad continúa incólume su marcha por la tierra».

Lapidario resultan algunos de sus símiles, en los que la verdad es dibujada. «En la verdad hay que entrar con la camisa al codo, como entra en la res el carnicero. Todo lo verdadero es santo, aunque no huela a clavellina», remarca en aquel discurso en Tampa que ya hemos citado. No es menor la dimensión con que la aquilata, cuando declara: «Hallar una verdad regocija como tener un hijo». Dice mucho para quien ha sido padre, para quien como él, había dedicado todo un libro a José Francisco Martí Zayas-Bazán, su Ismaelillo; para quien «espantado de todo», buscaba refugio en su hijo.

En La Opinión Nacional de Caracas, en 1882, Martí deja estampado: «La hora del conocimiento de la verdad es embriagadora y augusta». Majestuosa, imponente, sublime verdad. Y nueve años después, en El Partido Liberal (México), en el elogio dedicado al patriota y poeta cubano Francisco Sellén, nos pone delante su manera de expresarla: «Dígase la verdad que se siente con el mayor arte con que se pueda decirla».

La belleza es el mejor cauce de la verdad. La verdad no es una lanza que hundir, es una semilla que plantar.

Juan Marinello en su antológico ensayo El caso literario de José Martí apunta en el verbo martiano «el señalamiento fértil» y la «advertencia eficaz» como claves contra el tiempo. Vivía Martí, indica, un conflicto vitalicio: «la diaria pugna entre lo bello, que reclama espacio y exige ocio engendrador y traducción singular, y la gestión política que no admite ni apartamientos ni infidelidades».

¿Con cuál Martí nos quedaremos, con cuál deberíamos quedarnos? Emociona (conmociona) asomarse al periodismo, la literatura, la oratoria martianas. Se extraen de ellas frases construidas sobre la brillantez de las esencias y el lustre de sus expresiones, mas un Martí esteta, estaría incompleto; un Martí de citas, sería estéril. Martí, ya se sabe, es todo un bosque. Que la pasión irrefrenable por la verdad de aquel cubano nacido un 28 de enero nos acompañe siempre, en los fulgores y en las angustias, como bandera desplegada al viento, como latido vital.

Las revoluciones viven de la verdad y naufragan sin ella. En epístola fechada en la urbe neoyorquina el 6 de julio de 1885, nuestro Héroe Nacional escribe de su puño y letra a Enrique Trujillo: «(…) fuera de la verdad, no hay salvación». Martí es nuestro contacto más precioso, más preciso con la futuridad. Quiero creer con él, como escribió a su madre desde Montecristi, que «no son inútiles la verdad y la ternura».

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