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El baile de Fernando Trueba

Apasionado hasta la obsesión con sus proyectos, el director de cine español confiesa ser un enamorado de la sonoridad cubana, lo que lo lleva a profundizar en ella

Autor:

Yelanys Hernández Fusté

«¿Es una entrevista para Juventud Rebelde?», dice Fernando Trueba en tono de aceptación, una mañana de su estancia en la Isla, durante el 32 Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano. Hace un alto en la conversación en el Hotel Nacional y pide un jugo de mango y un café bien fuerte. Son las once de la mañana.

La cita estaba pactada para las 10 y 30, pero la diferencia de horario entre nuestro país y el suyo había hecho de las suyas. El paisaje que lo rodeaba era una clásica secuencia cinematográfica: a unos cien metros de distancia, las olas rompían en los arrecifes y un frío habitual para los nacionales por estas fechas, despertaba los más inusuales comentarios entre los extranjeros acostumbrados a sentir el intenso trópico en sus visitas a la Isla.

Nada de ello parecía importunar a Fernando, quien meditaba cada pregunta en el instante en que bebía con gusto su infusión y ponía rostro grave para las respuestas más ocurrentes.

«Es mejor que conversemos en este momento. A esta hora tengo las ideas a flor de piel», señala el gran director español y rueda la clásica escena en la que el periodista indaga y el entrevistado revela una parte importante de su historia menos conocida.

—Me pareció fabulosa Chico y Rita —espeto sobre uno de sus filmes exhibidos en el certamen habanero…

—Eres una mujer de buen criterio, ¿sa-bes? —responde Trueba con semblante ceremonioso, para luego soltar una carcajada.

El 6 de diciembre, en el cine Yara, había pasado una tremenda prueba: el animado Chico y Rita, inspirado en la música cubana de las décadas de 1940 y 1950, se había presentado, como quería el realizador, en un cine «lleno de cubanos».

«Estaba claro que aquella melodía arrasó —opina—, arrasó de verdad, más de lo que ahora pueda arrasar alguna otra», se emociona Fernando hasta coloreársele el rostro con un tono rosa, hasta notársele cuánto le apasionan los proyectos en los que se enrola.

«Si alguien no me gusta, paso olímpicamente y me da igual. Pero cuando algo me agrada, soy hasta obsesivo. Un día hojeo un libro de un escritor y como me guste de verdad, leo todos los textos que escribió y sus biografías —si hay 20 escritas sobre él, pues las devoro aunque me cuenten lo mismo. Reviso las cartas enviadas a su madre, a sus amigos, los artículos que publicó en el periódico de su pueblo cuando era pequeño…».

Entonces Trueba confiesa, con voz casi susurrante, su manera integradora de ver las artes. Su concepto, diverso y profundo, lo desarrolla no solo en cintas de ficción sino que se va a dialogar con otras manifestaciones como la música, para devolvernos en lenguaje documental, testimonios como los de Calle 54 —dedicado al latin jazz—, y El milagro de Candeal, sobre la sonoridad brasileña.

«Lo que me mueve allí es la pasión. Me enamoro e intento contagiárselo a mis amigos, a la gente», suele explicar.

Piensa que cada película que realiza aborda un mundo desconocido, que lo acerca «a esos amigos que no conozco y que llaman el público», para tratarlos como «si fueran mis amigos».

No obstante, pareciera que esa mirada fraterna suya no siempre encuentra una reciprocidad. El baile de la Victoria (2009), uno de sus últimos largometrajes, tuvo en los críticos de la Península las opiniones más airadas.

«Ha habido una gran unanimidad», dice con ironía su director. «No lo he leído yo, me lo han contado. Estoy muy orgulloso de haber causado la repulsión general, sobre todo al haber hecho una película que considero bella y llena de colores.

«Pero es que ahora en España estamos en una moda: lo que actualmente gusta son las cintas de inmigrantes, obreros… y el mío era un filme muy enloquecido, muy cambiando de tonos, muy de corazón, de sentimientos desmadrados, y a los críticos no le gustan los sentimientos».

Concibió El baile… —presentada como parte de la muestra de cine español durante el festival de cine habanero—, tal y como la reflejara Antonio Skármeta en su novela homónima y en el guión. La trama está ubicada en la era del Chile post Pinochet.

«Es lo que ves cuando te bajas del avión allí. No tienes que hacer una gran recreación. Está delante de tus ojos. Todavía viven en él. Pinochet, aunque hayan vuelto a la democracia y es un “post” afortunadamente, ha marcado a la gente de esa sociedad y su comportamiento.

«Le sucede a los países que tienen durante mucho tiempo una dictadura. En España, las personas que vivieron el franquismo estaban luego en un bar y antes de hablar, miraban alrededor, por si alguien les oía. La influencia que tiene eso dentro de las personas se queda ahí, no cambia de un día para otro, es una labor que a veces lleva más de una generación».

En las salas de cine, los espectadores dieron su visto bueno a la cinta. Fernando está acostumbrado a la dicotomía de lo que piensa el público y los críticos. Sabe que a los realizadores les place que sus obras tengan un impacto positivo.

«Nos gusta que nos digan que somos muy listos, muy buenos, muy guapos, muy altos y que nos den el premio Nobel, el Oscar, pero hay que ir al margen de ello. No hay que creerse nada de lo bueno que digan de uno.

«Yo, por cierto, me miro todas las mañanas al levantarme. Como tengo mucha visión, veo a un tipo en el espejo y le pregunto: “¿Quién es ese imbécil que está ahí?”. El día que deje de preguntármelo, estoy perdido».

No creo que lo sea, le digo. «Pues es que no lo sabes, no te voy a dar detalles ni pruebas. No es falsa modestia, es conocimiento de uno mismo», contesta, ahora sí con un tono serio.

Su impresión de sí mismo contrasta con ese mundo que recreó en Belle époque (1992), un filme que le valió nueve premios Goya y el Oscar a la mejor cinta extranjera de habla no inglesa en 1993.

¿Cuánto podría costarle a un director no impregnar en entregas como esa lo que también conforma su entorno?

Trueba, tras casi dos décadas de haber hecho Belle époque, sigue afirmando que es una película muy rebelde, pero de una manera muy simpática. «Es un filme contra la monogamia, la iglesia, la autoridad, la familia, el sufrimiento. Contra todo y a favor del placer.

«Me recuerda mucho a mí ideológicamente. En ese sentido es un canto a la vida y al disfrute, y a impedir que nadie te impida disfrutar. La vida es muy corta y hay que pasarla muy bien».

El mensaje final de la historia es una unión sellada con el amor entre Luz (personaje interpretado por Penélope Cruz) y  Fernando (Jorge Sanz). ¿Hay una contradicción?, observo.

«Es que todos acabamos levantándonos por la mañana, vamos a trabajar y mandamos a nuestros hijos al colegio. Pero también hay que intentar volar. Al hacerlo siempre nos caemos y nos rompemos la cabeza, pero lo bonito es que lo intentes, ¿no?, si no es un aburrimiento».

La conversación se enrumba hacia el quehacer de los realizadores de América Latina. Trueba siente entonces que es mejor discutir de películas y no de cinematografías regionales o de directores, aunque no se detiene en títulos.

Solo vuelve a ser específico cuando habla de sus pasiones actuales. Ha terminado un disco que lo ha complacido mucho. «Lo he hecho con unos amigos y es de un rumbero cubano llamado Pedrito Martínez. Lo hemos grabado en Nueva York. Allí Pedrito canta en rumba y clave cubana la música de Camarón, el gran cantante de flamenco. Es algo muy bonito».

¿Es su nuevo proyecto?, preciso. «No, ese ya lo he grabado. Es lo más cubano que puedas haber escuchado en tu vida», apunta, mientras se adentra en explicar la magia de la música nuestra y de cómo asimilan los artistas de la Isla, las melodías de otras partes del planeta.

Fernando Trueba tiene una permanente conexión con Cuba. A través de ese deseo de mostrar aquí sus últimas producciones, también ha dejado a nuestro diario una huella de cómo construye sus historias en el celuloide y ha llegado a contar la suya propia entre sorbos de café. Pero nadie podría atreverse a separar cada uno de esos guiones, porque el artista lleva en su filmografía mu-chas dosis de la diversidad de locaciones en las que ha estado, de la sonoridad que acompaña esos ambientes y del inmenso mundo que tiene dentro.

Cuadro a cuadro

El director madrileño Fernando Trueba (1955) fue primeramente crítico de cine en importantes diarios de su país, para luego iniciar, precisamente con Ópera prima (1980), su carrera cinematográfica.

Fue muy popular su comedia Sé infiel y no mires con quién en 1985, que tuviera en el elenco a los actores Carmen Maura y Antonio Resines y a la cantante y actriz Ana Belén. Tras ese éxito, le sucedieron otros como El sueño del mono loco (1989), Belle époque (1992), Two Much (1995) —su contacto más próximo con Hollywood— y La niña de tus ojos (1998), con la que obtuviera siete Goyas, entre ellos el de mejor película.

Trueba, quien fue presidente de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España a finales de los años 80, también ha captado en su lente el esplendor de la música latina y ha dejado una huella en la literatura con su Diccionario de cine (1997).

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