Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El sireno

A Silvino, «El pesca’o», lo llamaban así porque toda su vida, cerca de 50 años, la había dedicado al mar, y entre las olas su agilidad era notable

Autor:

JAPE

Quisiera ser un pez, para bordar

de corales tu cintura y hacer siluetas

de amor bajo la luna.

                   J.L. Guerra

Realizaba mi servicio social como animador cultural en un pueblito pesquero, a unos cien kilómetros de la cabecera provincial del occidente del país. Una noche en que yo proyectaba en la sala de video el dibujo animado La sirenita, por décima u oncena vez, escuché decir a un viejo pescador de piel curtida: «Eso fue lo que volvió loco a Silvino, «El pesca’o».

Me llamó la atención tal comentario. No era la primera vez que oía ese nombre. Indagué y efectivamente: en una de las casitas más apartadas del poblado había un hombre que llevaba casi una semana metido en agua porque quería ser un pez; concretamente, un «sireno».

A Silvino, «El pesca’o», lo llamaban así porque toda su vida, cerca de 50 años, la había dedicado al mar, y entre las olas su agilidad era notable. Ahora, aquel hombre, al que casi todos conocían por sus singularidades, había calafateado su bote por fuera y por dentro y casi lleno de agua de la mar se introdujo en él. Este era el método mediante el cual se convertiría rápidamente en sirena macho, como aclaraba a todo el que por error decía sirena.

—Ya me cansé de buscar mujer en tierra —decía—, y que ninguna me quiera con la misma fuerza que mi corazón sabe querer. Lo he pensado mucho y algo me dice que ese afecto tan grande que yo siento por el mar es porque allí está mi amor. Es una sirena, porque hace poco soñé que una me llamaba y cantaba: «Silvino, en el mar la vida es más sabrosa, en el mar se goza mucho más».

Algunos pensaron que era otra de sus habituales locuras. Igual que aquella vez que de un ancla quiso hacer un anzuelo para pescar una ballena con náilon.

La supuesta locura fue tomando dimensiones inesperadas. La casa de Silvino se convirtió en una especie de centro de recreo. Gente de muchas partes acudía a contemplar el suceso con sus propios ojos. Unos por diversión, otros porque en el fondo creían en algo. Le aconsejaban al pretencioso aspirante a anfibio diversas fórmulas para acelerar el proceso. «Tienes que cantar como las sirenas», decían; o... «¿Por qué no le echas un poco más de sal al agua y te amarras las piernas?» «¿No sería bueno que te dejaras crecer el pelo o te pusieras una peluca?, Tritón tiene el pelo largo».

Filomeno, su compañero de pesquería, le trajo un tridente para si de verdad se iba al reino de los mares, entrara por todo lo alto.

Lo que nadie advirtió fue que la ya precaria salud de Silvino se había deteriorado considerablemente. Nadie lo vio, ni siquiera cuando su piel comenzó a erizarse y él decía que ya le estaban saliendo las escamas; o cuando la guajira Lucía, quizás por lástima, tal vez por presentir que aquello no era bueno, le dijo que saliera del bote, que ella se casaría con él. Silvino aseguró: «¡Si me quieres por esposo, tienes que convertirte en sirena». «¡Sirena hembra!», aclaró. «¡Y apúrate, que ya hay cola en el Atlántico, pa’ cuando yo llegue!».

Esa misma tarde Silvino murió de repente. Por la noche, en el velorio dentro de su casa, a Filomeno se le ocurrió una idea que compartió conmigo. Me pareció genial y aún me sigue pareciendo muy buena. A fin de cuentas, a Silvino no le esperaba mejor destino.

Bien entrada la madrugada hicimos café y le agregamos dormidera. Todos quedaron rendidos. Aprovechamos y entre Filo y yo cogimos el ataúd donde para siempre descansaría Silvino. Lo acostamos sobre las olas que llegaban extenuadas a la orilla. Poco a poco, como un velero que zarpa, la caja se fue alejando. Regresamos y nos sumamos al sueño de la velada.

Los gritos me despertaron. ¡Milagro! ¡Se cumplió el sueño de Silvino! Afuera, una muchedumbre estaba en la playa. No muy lejos flotaba el ataúd abierto, sin el cadáver.

Para mí no fue noticia. Las olas pudieron abrirlo, sin embargo, no contaba con que varios hombres corrieran hacia el bote calafateado, que permanecía en casa de Silvino, casi lleno de agua de la mar, y disputaran a gritos: «¡Ahora me toca a mí! ¡Es mi turno!»

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