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Entre la ficción y el documental

Las líneas divisorias entre las grandes categorías del cine son cada vez más borrosas y en muchos casos, inexistentes. La contaminación genérica, la hibridación, propicia que haya que hablar prácticamente de «texto fílmico». Más de un caso en la recién finalizada edición del festival lo demuestra

Autor:

Frank Padrón

Las líneas divisorias entre las grandes categorías del cine son cada vez más borrosas y en muchos casos, inexistentes. La contaminación genérica, la hibridación, propicia que haya que hablar prácticamente de «texto fílmico» (o audiovisual, y también lo de texto desborda, como se sabe, la escritura per se). Más de un caso en la recién finalizada edición del festival demuestra tal aserto, lo mismo de un lado que de otro. Acerquémonos a algunos.

Cuando el espectador se enfrentó al filme Ana. Sin título (Brasil-Argentina-México-Chile-Cuba), de la veterana Lucia Murat que concursara en largos de ficción (obtuvo el colateral de la productora Caminos, Centro Martin L. King), se preguntó de seguro por qué se incluyó en ese acápite, cuando toda la arquitectónica responde plenamente a lo que se conoce también hoy como «no ficción»: entrevistas, material de archivo, testimonios (in)directos, incluso siendo con mucho un «texto presencial» —la propia directora aparece con frecuencia frente a cámara—, pero realmente se trata, como se devela al final, de un mockumentary (falso documental).

Una actriz de fuerte impronta dramática como Stela Rabello (Aos teus olhos, serie Me chama Bruna) se presta a los objetivos de la directora en cuanto a emprender toda una  road movie cuando ambas viajan a los distintos países que conforman su producción para indagar sobre los nexos de los artistas de la plástica latinoamericana y los regímenes políticos, generalmente dictatoriales, que dominaban la mayoría regional en los años 60 del siglo pasado, y es justamente la protagonista del filme, que presta su nombre al «sin título» —otro recurso que  emplaza las superfluas clasificaciones—, el objeto de la búsqueda. Bien claro está que la tal Ana reunía todas las incómodas características para que los poderes totalitarios se sintieran molestos y hasta amenazados por ella: mujer, negra, artista rebelde y contestataria, lesbiana…

En lo que nos toca, se agradece a Murat la inclusión en su discurso de una artista patrimonial como la vanguardista y polifacética Antonia Eiriz (por suerte hace mucho definitivamente rescatada y reivindicada), fruto de presiones e incomprensiones por parte de funcionarios cerrados y obtusos de décadas anteriores.   

Las artes visuales como puntero de significativos estados políticos son la diana de este filme rubricado por la militante directora que nos ha entregado recordados títulos como En tres actos, La memoria que me cuentan y Otra historia de amor, más que la autenticidad de esa Ana, trasunto de tantas vidas y mujeres que sí vivieron, sufrieron y murieron en semejantes condiciones a las descritas y analizadas en el filme, el cual detenta coherencia entre sus fuentes y recursos, sumando rubros como la música, la fotografía y —muy importante— el montaje.

De chile nos llegó  la aplaudida El agente topo.

Un caso totalmente al revés (no ficción que sin embargo lo parece) es el laureado y aplaudido filme chileno El agente topo que sí concursara en documentales. Premios Ariel a la mejor cinta iberoamericana y Platino en su categoría, de Público en San Sebastián, además de una nominación a los lauros de la Academia hollywoodense y de otras como la española, el filme realizado por la prestigiosa documentalista chilena Maite Alberdi, autora de reconocidos títulos como La once (2014) y Los niños (2016), se inserta en una siempre apasionante línea genérica dentro del cine «de espionaje»: las «infiltraciones» dentro de centros hospitalarios o geriátricos, que muchas veces parten de la realidad, como el caso de la periodista Nellie Bly, premio Pulitzer por el reportaje  Diez días en un manicomio en el que narra los maltratos que apreció al ingresar mediante engaño en una institución siquiátrica para mujeres.

Esta vez el detective Rómulo, a través de su agencia, busca a un anciano que pueda hacer algo parecido en un asilo, a solicitud de una mujer cuya madre se encuentra recluida allí, para saber cuáles son las verdaderas condiciones de vida y cuidado en la institución, y es entonces que aparece Sergio, quien, contratado, se convierte en El agente topo, y da título a este curioso ejemplar entre la no ficción y el filme de espías, que tan buena acogida ha logrado en todas partes.

El señor estrenado (y entrenado) en el espionaje, no tiene que saltar techos o ejecutar peligrosas acciones en aire, tierra y mar como Belmondo o James Bond, pero debe arreglárselas con un mundo para él ajeno: la tecnología digital, los reportes mediante videos y audios que grabará con su teléfono móvil, algo que por su edad e inexperiencia le resulta bien complicado. Pero, aun cuando el documental respira y transmite a la perfección el clima de intriga y suspense de cualquier thriller que se respete, lo más aplaudible es el mundo ontológico, humano, afectivo que destapa la escrutadora cámara de Maite Alberdi, siguiendo a pies juntillas los procedimientos también fílmicos de su peculiar agente.

Un mundo perdido de soledades, carencias afectivas, anhelos y sueños pese a darse en una etapa existencial en la que, según muchos, debe renunciarse a estos y parecieran fruto de la imaginación vívida de un guionista fictivo, sobre todo  esos achaques espirituales, a veces mucho más graves e incurables que los físicos, nos devela la cámara inquieta y creativa de la cineasta, mediante audaces planos diversos, un montaje riguroso y la oportuna y dosificada música, que tiene su culminación en lo que deviene toda una «canción-tema»: Te quiero, de José Luis Perales, insertada tanto extra como diegéticamente y en los paratextos que constituyen los créditos finales.

Y hablando de cantos y cantores, otro título que pudiera definirse como un «documental clásico» (cámara frontal para planos medios, generales o primeros; entrevistado hablando casi todo el tiempo y los directores preguntando in off) es Narciso en Ferias, de los brasileños Renato Terra y Ricardo Calil, quienes se acercan al célebre Caetano Veloso, cuando con 26 años fue encarcelado por la dictadura en 1968 —la etapa más sangrienta de aquel desgobierno— y pasó dos meses de pesadilla, acerca de los cuales, 50 años después,  reflexiona el autor de Terra, la canción que le inspiró ver en una revista el planeta fotografiado desde el espacio, en el mínimo espacio de tierra que constituía su aislada celda.

Justo esa música (interpretada en vivo y empalmada con la grabación de estudio que conocemos) finaliza este ejemplo de texto fílmico que, sin afeites ni recursos extraordinarios, con dolor pero también humor y siempre honestidad y elocuencia, constituye emotivo y útil testimonio de lo que un artista, pero antes un sencillo ser humano, puede atravesar, víctima injusta de un régimen totalitario, esos que siempre temen las voces de quienes se les enfrentan dentro o fuera del escenario.

Valiosas estas otras Memorias de la cárcel, como aquellas de Graciliano Ramos que Pereira Dos Santos llevó a la pantalla en 1984, y obtuvo Coral en aquella edición festivalera, trazando una rúa de premios que, lo mismo en el documental que en la ficción, el cine brasileño ha cultivado con creces en nuestros encuentros anuales.

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