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Henchido de luces vivió 9no. 3

Dificilísimo añadir un par de palabras razonables, o necesarias, a la abundancia de opiniones, casi siempre justas y positivas, sobre Calendario

Autor:

Joel del Río

Dificilísimo para el crítico añadir un par de palabras razonables, o necesarias, a la abundancia de opiniones, casi siempre justas y positivas, sobre Calendario, la serie que a todos nos encandila los domingos en horario estelar. Muy pocas veces, en los últimos años, un dramatizado cubano televisivo ha provocado tantos y tan merecidos elogios, y por doquier se escuchan los halagos, totalmente merecidos, a la dirección de Magda González Grau, quien demostró una fuerza admirable a la hora de encauzar la serie en plena pandemia, además de las imprescindibles inteligencia y sensibilidad como para poner en imágenes el guion del ya consagrado Amílcar Salatti, consagración que le ha llegado luego de demostrar su capacidad para comprender y expresar lo que fueron, y todavía son, los jóvenes cubanos, en trance de mejoramiento.

Y es que el insospechado fenómeno de aceptación logrado por esta serie obedece principalmente, creo yo, a la combinación de calidades que proviene del trabajo mancomunado de la dirección y el guion, un ensamble que se coronó con el trabajo del  fotógrafo (Vladimir Barberán), de la editora (Lilmara Cruz) y de la mayor parte de los actores y actrices. Todos optaron, en primerísimo lugar, por respetar al espectador y a sus respectivos oficios, y ya se sabe que la única manera de expresar ese respeto tiene que ver con la creación de un producto televisivo funcional, atractivo, veraz, entretenido y, sobre todo, como es el caso, asentado en valores que todos los cubanos puedan reconocer y compartir.

Sin embargo, llegó el momento en que debo asumir mi oficio crítico, y ganarme tal vez la antipatía de algunos fanáticos, que la serie también tiene. A la hora de acercarse a los conflictos de adolescentes y jóvenes, con sus padres o con la escuela, el guion asume, en los casos de algunos personajes, una voluntad de pincelada, de caracterización sumaria, en un solo trazo, que afecta la posible y necesaria complejidad del entramado dramatúrgico. Por ejemplo, la estudiante enviciada con el celular se muestra únicamente en esa dimensión (Ingrid Lobaina), y algo similar ocurre con el obsesionado con la pornografía, o con el gay, cuya caracterización e interpretación (a cargo de Homero Sacker) a veces colindó peligrosamente con la rimbombancia y la exageración.

Porque debiéramos admitir de una buena vez que la homosexualidad no predispone a nadie al lirismo y la espiritualidad, y mucho menos el hecho de provenir del interior del país favorece, necesariamente, la presencia de la homofobia y el machismo. Debe decirse también que el mencionado esquematismo afecta, sobre todo, a ciertos personajes secundarios, porque el diseño de los principales, sobre todo de la maestra Amalia, y de sus más allegados, evidencia no solo la voluntad de transmitir valores, sino también el conveniente equilibrio entre errores y aciertos, virtudes e incorrecciones, aunque casi siempre aflore, al final, lo mejor de cada uno.

Con esta tendencia a que todos y cada uno de los personajes reconozca y ponga en verbo (algo que Aristóteles llamaba anagnórisis) sus conflictos, e inmediatamente ponga manos a la obra para resolverlos, se trasluce el excesivo empeño de los hacedores de la serie por decirlo todo, dejarlo todo claramente, e incluso resolver todos los conflictos, cuando se sabe que un final abierto, un problema irresuelto, un gesto sutil de angustia o preocupación, puede transmitirle mayor hondura conceptual al televidente que los problemas expresados todos con palabras, y además resueltos siempre de la mejor manera, o por lo menos del modo más justo, educativo y adecuado. Adoré, eso sí, la estrecha, sutil interrelación, que incluso pudo explotarse mucho más, entre las obras literarias que estudia 9no. 3 y los conflictos y personalidades de los alumnos.

Aparte de esa cierta impaciencia que a veces provocan los relatos a los cuales se les impone el subrayado didáctico y positivista —porque la realidad real, valga el pleonasmo, casi nunca responde a nuestra voluntad de mostrarla edulcorada y amable— Calendario es enérgica hasta el estremecimiento, conmovedora en el mejor sentido, porque conoce y asimila las virtudes del melodrama en tanto educación sentimental, y por si fuera poco, también ha llegado a ese estatus donde ya no importa tanto hablar de lo correcto o insatisfactorio en términos de dramaturgia o de puesta en escena, porque estamos frente a una obra sencillamente noble y necesaria. Adjetivos que como crítico de arte escatimo y jamás, o casi nunca, dispenso prolijamente. Sin embargo, hay que cumplir con el oficio, y apuntemos finalmente algunos de las vislumbres y menoscabos de la puesta.

Una vez que el espectador se acoge a la suspensión de la incredulidad y acepta que todos esos actores y actrices tienen la edad requerida para estar en noveno grado, llegamos al escalón de la capacidad histriónica de cada uno para hacer verosímil el personaje. Aunque a veces tiene un aire como demasiado ligero y confiado, Clarita García nos permite creer (y ese parece ser el mayor logro de un intérprete) que Amalia es real, posible, y que anda por la calle buscando la manera de iluminarlo todo con suficientes dosis de conocimiento, emoción y poesía. Entre los jóvenes se perciben grandes desniveles, y tampoco contribuye mucho la voluntad del guion por caracterizarlos a partir de un único elemento dominante.

Renglón aparte para la creciente expresividad, y dominio de los recursos gestuales de Paula Massola; la muy notable naturalidad de Carlos Busto (el hermano panadero); la gracia y el dominio de sus personajes tanto de Víctor Cruz como de Ernesto Codner, el uno capaz de acosar a la maestra con el chantaje de exponer su pasado y también de admitir, con una risa solidaria en el rostro, que «la homofobia no se usa». Codner también se mueve entre posiciones extremas: es el adolescente víctima de una familia disfuncional, marcada por la pobreza material, pero es también abusador y desconsiderado con los más débiles. E igual oscilación entre posiciones extremas se manifiesta en la adecuada caracterización, e interpretación, de Saray Vargas (la «otra» maestra).

Hablando de otra cosa. Como decía al principio de este comentario, buena parte de «la culpa» por la amenidad y credibilidad de Calendario tiene que ver con la diestra edición, estrictamente narrativa (pues se concentra en las acciones físicas y diálogos medulares), y en la fotografía, a ratos hermosa, incluso inspirada, pero siempre muy enfocada en los personajes, en sus rostros, como le corresponde a un dramatizado que en solo 13 capítulos de 45 minutos aspiraba a poner en pantalla, sin cobardías ni panegíricos, a un país entero, a su sistema educacional y a su juventud.

Y además, es una alegría que todos los logros mencionados, y muchos otros que no es imprescindible señalar ahora, se deban a la primera serie que graba la televisión cubana de manera independiente, aplicando el decreto para los creadores audiovisuales independientes que les entrega los recursos a cambio de un producto terminado, útil y pertinente, como lo es esta serie que, seguramente, tendrá continuación muy pronto.

¿Qué más decir? Poco. Si acaso destacar que a la realización se vincularon con entusiasmo tantísimos jóvenes creadores, dispuestos a trabajar junto con la profe Clarita, es decir, con la profe Magda, todos puestos de acuerdo en la creación de algo nuevo, bueno, bello y útil. No seré yo quien desconozca las virtudes, porque siempre he querido alejarme de la definición de crítico que nos regaló Moliére en El misántropo: «Es aquel que se empeña en encontrar faltas en todo lo que se hace, y piensa que elogiar no es propio de un hombre ingenioso». Estoy satisfecho con las dosis de ingenio que poseo. También pueden estarlo Magda González Grau y sus numerosos y eficaces colaboradores.

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