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La vastedad de Angostura

En la casa que acogió el 2do. Congreso Constituyente venezolano, Monumento Nacional, el cronista entiende otras dimensiones del coraje de El Libertador

Autor:

Enrique Milanés León

CIUDAD BOLÍVAR.— Cuando se entra a la Casa del Congreso de Angostura no puede dejar de imaginarse cómo, en la cresta de una salva de cañones y de los interminables vítores del pueblo, Simón Bolívar llegó, a las 11 de la mañana del 15 de febrero de 1819, para instalar, con impactante discurso de casi una hora, el segundo foro constituyente de Venezuela.

Justo aquí, sobre los ladrillos conservados en ciertas partes del piso que el cronista cubano, más que pisar, besa, El Libertador explicó a 26 representantes de seis provincias su ideal republicano: modelo propio, no extranjero, y a los tres poderes clásicos —ejecutivo, legislativo y judicial— añadía uno que aún lo decide todo: el moral. «Moral y luces son los polos de una República, moral y luces son nuestras primeras necesidades», parece reiterar el eco de la casona.

El inmueble, construido en el siglo XVIII con fines académicos, ha merecido desde entonces la mirada de respeto de los pobladores de una urbe entonces llamada Santo Tomás de Angostura —en alusión al inusual estrechamiento, a su vera, del Orinoco—, pero que venía de la antigua Santo Tomé de Guayana y terminaría siendo esta Ciudad Bolívar que todo patriota americano debía visitar.

Endrich Guzmán Sotillo, el joven guía que explica con pasión los detalles de este Monumento Histórico Nacional, se detiene en la hermosa lámpara de cristal que, traída de Francia con otra gemela para ser instalada en la vecina catedral, entonces en construcción, terminó aquí «provisionalmente» hasta que aquella fuera concluida, y ya ha deshojado dos siglos. «Así son nuestras cosas temporales», acota con humor.

Aunque las vigas de cedro del Líbano del techo fueron incorporadas en la primera reparación y las puertas perdieron sus escudos primigenios, las paredes que tocamos estaban allí cuando la Historia tomó el sitio en singular asalto de palabras. Tal vez estos muros que rozo con mis dedos conocieron también las yemas de El Libertador.

En una de las salas se muestra parte del tesoro que, a la hora de encarar la muerte, en 2007, el historiador Vinicio Romero legara a la causa del bolivarianismo: cuadros, documentos, piezas disímiles, entre las cuales llama la atención un diminuto retazo tricolor que fue parte de la bandera nacional que hasta 1972 cubrió el sagrado sarcófago de El Libertador.

Entre las pinturas, partos cromáticos de artistas regionales, el reportero se fija en la de Mario Morón, la cual desafía el canon y presenta al Bolívar francamente desaliñado que, a juicio del creador, terminaba así sus batallas. Recrea mejor —piensa el cubano— al hombre atormentado, al general en su laberinto.

Unos pasos más allá puede admirarse la «vitrina de la independencia», en cuya primera repisa cuatro grandes  casquillos contienen tierra de venerados campos de batalla: Ayacucho, Carabobo, Boyacá y San Félix. Al medio hay una copia de las actas del Congreso de Angostura y al fondo se muestra una edición especial con los ejemplares del bicentenario Correo del Orinoco, periódico fundado en esta ciudad en tiempos de la gran gesta.

El mediodía avanza caluroso, pero sereno. Según dicen, hay otros días intensos, con la visita de decenas de estudiantes e investigadores, muchos de ellos extranjeros. Todos ellos, como hizo este cronista, salen al balcón y, desde él, escuchan a los guías, frente al cercano Padre Río, hablar de la «piedra del medio», bajo la cual la leyenda ubica una espantosa culebra de siete cabezas que amenaza la ciudad y, sin embargo, no consigue disuadir la audacia de los niños que desafían alegremente las aguas.

Cerca de la piedra hay, eso sí, una fosa de 160 metros de profundidad que tiene en su historial buzos perdidos o alucinados. También allí, el Orinoco nutre sus mitos de caimanes descomunales y sirenas milagreras.

¿Alguna historia de Simón Bolívar y el Orinoco?, pregunta el cubano. Tras titubear, el guía recuerda: «Pues mire que sí: se dice que era un hombre muy competitivo. Uno de sus generales lo reta a ver quién nadaba más; al principio él dudó, pero a la mañana siguiente le dijo: «¡Vamos a nadar!» ¿Tengo que decirle quién llegó más lejos?».

El joven no tuvo que hacerlo. Se entiende que solo un gran audaz diría al final del Congreso de Angostura, en esta misma sala que hoy pisa un hijo de Martí: «¡Señor, empezad vuestras funciones: yo he terminado las mías!».

Bolívar renunciaba a su cargo de Jefe Supremo y entregaba a Francisco Antonio Zea, presidente del Congreso, su bastón de mando, pero el poder legislativo, en decisión unánime, rechazó tal intento y lo confirmó al frente. Más bien el Congreso, cuya última sesión ordinaria se produjo el 20 de enero de 1820, le ratificó el título de «Libertador de Colombia, Padre de la Patria, Terror del Despotismo».

Lo merecía el hombre que, al abogar por la eliminación de la esclavitud, había dicho: «¡Sí, los que antes eran esclavos, ya son libres: los que antes eran enemigos de una Madrastra, ya son defensores de una Patria!».

Quienes no conciben al héroe sin su espada pueden aprender un par de cosas en esta casona de la vieja Angostura donde el tribuno dijo a los diputados: «Si merezco vuestra aprobación, habré alcanzado el sublime título de buen Ciudadano, preferible para mí al de Libertador…». Parado en el sitio en que él lo pronunció, un soldado desconocido cubano siente que, entre cañones silentes, jamás el gran guerrero fue más bravo.

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