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Terrorismo doméstico en el Estado terrorista

Búsqueda de notoriedad, necesidad de que se les haga caso, desigualdades sociales, ira, desesperación, odio racial, convivencias en un país que ejerce dominio en el mundo mediante la mayor expresión de la violencia, la guerra. Todo eso y más subyace en quienes aprietan el gatillo en calles, escuelas y centros de trabajo de Estados Unidos

Autor:

Juana Carrasco Martín

El devastador tiroteo masivo del martes en Uvalde —pequeña localidad de Texas donde las víctimas fueron 19 estudiantes entre siete y diez años de edad y dos maestras de la escuela primaria Robb, en la que la mayoría del alumnado son latinos y pobres como el propio perpetrador—, puso en el centro de atención la reunión anual de la Asociación Nacional del Rifle (NRA) en Houston, Texas, de este fin de semana.

La convención del grupo de cabildeo a favor de las armas se celebraba a partir del viernes a unas 300 millas del escenario de la tragedia, y ese día contaría con presentaciones del gobernador de Texas, Greg Abbott, el senador por ese estado, Ted Cruz, y el expresidente Donald Trump, todos republicanos. 

De manera exitosa, la NRA ha «presionado» a los miembros republicanos del Congreso —a muchos de los cuales contribuye con jugosos donativos durante sus campañas electorales, como también les aporta a no pocos demócratas—, para que rechacen cualquier proyecto de ley que restrinja el acceso a las armas, incluida la prohibición de armas de asalto y cargadores de alta capacidad y para que tampoco dejen pasar un proyecto de ley que aplicaría verificaciones de antecedentes a todas las ventas de armas.

Texas es un excelente partidario de la Segunda Enmienda de la Constitución de Estados Unidos, y el pasado año aprobó una ley que permite a las personas portar pistolas sin permiso o capacitación en su uso.

El jueves —mientras la familia de Irma García, una de las dos maestras asesinadas en Uvalde, anunciaba que el esposo de la profesora durante 25 años y padre de sus cuatro hijos, había fallecido de un infarto cardiaco a consecuencia de la tragedia—, los republicanos del Senado bloquearon el proyecto Ley de Prevención del Terrorismo Doméstico.

La legislación habría creado un grupo de trabajo interinstitucional dentro del Departamento de Justicia, el Departamento de Seguridad Nacional y el FBI, para analizar y combatir la infiltración de supremacistas blancos en el ejército y las agencias federales de aplicación de la ley.

Era un intento de responder a un tiroteo anterior, ocurrido solo diez días antes del texano, en un supermercado en Búfalo, Nueva York, que dejó diez personas muertas, la mayoría negras, y que fue perpetrado por un joven blanco, racista, de ideología de extrema derecha, evento trágico que fue calificado por el presidente Joe Biden como un acto de terrorismo que no debía permitirse más.

El líder de la mayoría demócrata del Senado, el legislador neoyoquino Charles Schumer, dijo antes de la votación: «El proyecto de ley es tan importante porque el tiroteo masivo en Búfalo fue un acto de terrorismo doméstico. Tenemos que llamarlo como es, terrorismo doméstico. Fue el terrorismo el que se alimentó del veneno de las teorías de conspiración como la teoría del remplazo blanco», y lo consideró una oportunidad para frenar la violencia armada, pero su petición de apoyo republicano para comenzar el debate fracasó.

Una clara línea política divisoria puso por encima del interés de salvaguarda de una sociedad, los de esos partidos. Ni un solo republicano le dio el Sí a la medida, bajo el argumento de que abrirían una puerta a una vigilancia inadecuada de los grupos políticos y crearía un doble estándar para los grupos extremos de derecha e izquierda del espectro político.

Alguno de esos hombres, supuestamente servidores públicos, la llamó un «insulto» a los oficiales de la policía, y lo tildó de plan de los demócratas para «nombrar a nuestra policía como supremacistas blancos y neonazis».

Es obvio recordar el grado de impunidad de que ha gozado generalmente  la brutalidad policial, una de las violaciones de los derechos humanos más graves, perdurables y controversiales de Estados Unidos como han confirmado organizaciones de defensa de los derechos humanos, un problema nacional e institucionalizado, expresado en tiroteos injustificados, palizas graves, ahogamientos letales durante detenciones, y otros tratamientos físicos innecesariamente duros, donde las víctimas son generalmente negros y latinos.

 

A pesar de esa realidad, resultó inútil la votación previa de 222 a favor y 203 en contra realizada en la Cámara de Representantes, donde un solo republicano la avaló, el representante por Illinois Adam Kinzinger.

Los legisladores y gobernantes de Estados Unidos, que utilizan buena parte de su tiempo para tildar de terroristas o apoyadores del terrorismo a organizaciones extranjeras y otros países catalogados de adversarios y lo tipifica como delito, lo persigue y sanciona aun sin pruebas, no es capaz de mirarse en el espejo y entender que su pleitesía a las armas fomenta y apoya el terrorismo doméstico y le da impulso a actos individuales o de grupos extremistas que debieran ser juzgados con dureza por las leyes federales.

Tampoco importó mucho la pregunta que hizo el presidente Biden luego del tiroteo en Texas: «¿Cuándo vamos a enfrentar el lobby de armas?».

«Como nación nos tenemos que preguntar cuándo en el nombre de Dios vamos a enfrentarnos a los grupos de presión a favor de las armas, cuándo en el nombre de Dios vamos a hacer lo que en el fondo sabemos que hay que hacer», dijo Biden en un discurso en la Casa Blanca tras la masacre de Uvalde, la pequeña localidad de apenas 25 000 habitantes que programa visitar este domingo.

En la última década, desde la tragedia de la primaria de Sandy Hook, que costó la vida a 26 personas, incluidos 21 niños de apenas seis años de edad, ha habido 900 ataques o refriegas con armas de fuego en colegios estadounidenses.

«Estoy cansado. Tenemos que actuar. Todos sabemos lo que hay que hacer», acentuó el Presidente, que los medios de prensa describían como «visiblemente afectado».

También se «quebró» hace unos días, el periodista de la cadena televisiva CNN, Víctor Blackwell, cuando reportaba el tiroteo del supermercado Tops Friendly Market, en Buffalo, protagonizado por Payton Gendron. «He hecho 15 de estos. Al menos los que puedo contar», y su voz se hizo temblorosa: «Y seguimos conversando sobre los demócratas que dirán son las armas. Los republicanos dirán salud mental, y nada cambiará. Y probablemente haré otro este año», refiriéndose a la cobertura periodística de esos hechos de violencia demasiado comunes en Estados Unidos.

The Hill continuaba el relato de la transmisión de BlackWell: «¿Es esta la forma en que se supone que debemos vivir? ¿Estamos destinados a seguir haciendo esto ciudad tras ciudad? ¿Acabamos de resignarnos a que esto es lo que vamos a ser?», era la inquisitoria a una crisis prolongada y agudizada en la sociedad estadounidense.

Inspirados por los atacantes anteriores, algunos de estos pistoleros buscan fama y notoriedad, también los motiva la ira, el odio hacia lo que le rodea y la desesperación… Bases sociales, históricas, ideológicas, institucionales y políticas que dan existencia a ello. El poder de un Estado que, por explotación, coacción y guerra ejerce o trata de ejercer dominio sobre los demás, demostrando que la fuerza es el principal elemento para lograrlo. ¿Qué puede diferenciar entonces a la pretensión individual de ser más que los demás en una sociedad que les habla del éxito de los ganadores y la flojedad de los perdedores?

Al mismo tiempo una enmienda constitucional del país sirve de basamento a una cultura de violencia que es raíz de una colectividad diversa que nunca logró fusionar a sus componentes y ni siquiera establecer relaciones de convivencia y respeto entre sí.

La violencia parece inevitable, se repite y se comparte. Y los políticos miran a través del espejo y van en busca de a quien dominar en cualquier lugar del mundo. Y como otros antes que él, Biden no puede hacer nada. Está cansado…

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