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Sueltos y sin vacunar

Autor:

Juventud Rebelde

Había llovido esa tarde. Él iba empapado, vadeando charcos y piscinas de la calle con su vehículo de dos ruedas.

En eso… ¡Danger! Un Pastor Alemán que parecía un tren ladrando. A poco se abalanzó sobre el ciclista quien, viéndose la dentición canina en el filo del tobillo, giró esquivamente y cayó de bruces al agua almacenada en uno de aquellos baches eternos.

«Ven Danger», salió la dueña. «¡Qué te pasa, entra!» Ni una pregunta al agredido, ni un guiño para apaciguarle el pavor…

La historia ladra, mejor dicho: habla por sí sola. Sin embargo, resulta una nimiedad al lado de otras películas reales de ese corte, en las que el dueño del can no se interesa en lo absoluto por aquel que debe de suponer su semejante.

Es como si el perro fuera un semidiós supremo, al que ningún «ajeno» puede pellizcar o alzar la voz; y el invadido un pedazo de cosa extraterrestre, sin valor humano alguno.

Construiríamos, en caso de que las amontonáramos, una montaña bien elevada de anécdotas. Desde la de Alexander, que perdió una porción de la oreja en la boca de un Dobermann hasta la de Silvino, cercenado en una mano por la rabia envenenada de London, un Pastor Belga.

En el fondo todas duelen. Aunque las más tristes y punzantes están relacionadas con la inocencia de los niños.

Hace unos días, por ejemplo, Danay recibió en su muslito de cinco años un colmillazo terrible. El amo del «cachorro», en vez de torcerse presto al hospital, trató de amortiguar la gravedad de la mordida y de destapar una causa del infeliz desenlace.

«A ver, fue un rasguño. Está vacunado, oyeron. Se lo he dicho a la gente, que por aquí no pase».

Que conste: nada personal tengo contra los perros. Creo, incluso, que deberían ser mirados casi como humanos. Los sé necesarios, idolatrados por algunos. Merecedores de un diploma de reconocimiento a su lealtad. Alabados por numerosos personajes de la historia universal. Ocasionalmente explotados o maltratados por los «seres conscientes».

Los sé célebres en larga lista: Argos, mascota de Ulises, rey de Ítaca; Barry, un San Bernardo ilustre al que se le atribuye la leyenda de haber salvado 40 personas y hoy tiene un monumento en París; Rin Tin Tin, protagonista de más de 15 películas de Hollywood… Laika, pionera, en noviembre de 1957, del cosmos.

Nadie ha de ir contra un ladrido o un instituto natural. A fin de cuentas ellos (los perros, por supuesto) no tienen la culpa. «Los animales, como decía Víctor Hugo, son de Dios. La bestialidad es humana».

Pero precisamente con esa ferocidad pensante disiento al máximo. Disiento del que va al parque con un «cara de lobo» en una cuerda a espantar a muchos. Del que ríe al ver a su perro ir detrás de cada motorista atolondrado de aullidos durante una noche. Del que disfruta la broma aterradora y conocida de «¡Cógelo, campeón!».

Sin cifras en la mano, no es festinado estimar —por el desarrollo mismo de la veterinaria y otros factores— un aumento de la población canina en Cuba, sobre todo de la llamada «de raza». Ese supuesto crecimiento inclina a figurar también más complejidades en el manejo, «enseñanza» y domesticación de los mejores amigos del hombre.

No obstante, en cualquier caso, sería absurdo abrir un curso de modales para perros. Haría falta uno —bien largo— para muchos dueños, para las decenas de seres pensantes que permiten que sus canes deambulen, con toda la crueldad, sueltos y sin vacunar.

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