Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Cuentacuentos

Autor:

Amaya Rubio Ortega

Ahora que va a empezar la clase, intentas embarajar y recoger tu mochila, qué me voy, cuando te sorprende el profesor Arencibia. Se percata de tu carrerita y te manda de cabezas a tu sitio: «Señorita —dice— hay que esperar a la maestra Mayra Navarro». La presenta como la narradora oral de Cuba.

Aquel día de septiembre, la maestra alzó los brazos y contó la historia de una mujer graaande, graaande, que usaba un sombrero chiquitiiico, chiquitiiico. Y tú, que estás en la Universidad de La Habana, en segundo año de Periodismo, que publicas en Juventud Rebelde y te crees muy lista, comienzas a burlarte de este absurdo. Que es una chiquillada, de esas que cualquiera pudiera hacer. Miras al de al lado que parece medio dormido, te ríes con una sonrisa interior y cavilas: «Qué lástima que no me dio tiempo a escapar».

Los meses traen la primavera, caminas por la vieja Habana y en el Gran Teatro Alicia Alonso emerge un cartel: Taller de narración oral Aprendiendo a contar cuentos, con la maestra Mayra Navarro. Y como padeces de esa manía de ser músico, poeta y ... Decides entrar.

En el primer encuentro chirría la puerta del teatro, que se hace muy pesada al abrirla. Desde ese entonces la maestra preguntaría por la niñita que se trabó en la entrada.

A ello le siguen tres clases teóricas en las que, efectivamente, compruebas que, como dijo Savón, la técnica es la ... Titubeas en continuar asistiendo a clases, pero te convences que ha de ser simple. Y de nuevo habría un: «¿Ya llegó la niñita de la puerta?».

Quieres narrar. El cuento perfecto sería el de alguna periodista. Y piensas en uno de la profesora María Elena Llana: el de la viejita que se mece en el balancín Reina Ana. El proceso es fácil. Leer bastante el texto y memorizarlo. Te toma cinco días.

Ya en las clases prácticas, el orden de las narraciones lo define un sorteo. Comienzan los relatos, y te preocupas porque a algunos se les olvidan los párrafos y otros van constantemente al baño.

Es tu turno, tragas, te yergues, empiezas la historia. En ese instante la lengua se entorpece, te detienes y ofreces disculpa al auditorio. Te regresas a la casa gritando mil palabras al vuelo de la flecha.

El último día de clases Mayra pregunta por la muchacha de la puerta y te sometes al momento tortuoso de saber que no pudiste hacer algo. Ella mira a sus alumnos con los ojos fijos y te incita a hacerlo el próximo año, y recuerdas a Schopenhauer cuando escribió que el ser humano vive en permanente sufrimiento cuando no alcanza los objetos de su deseo. Llegará la próxima primavera de cuentos.

Tal vez no se me entorpezca la lengua ni me detenga ni pida disculpa al auditorio, y Mayra sonría.

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