Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Las Cotorrinas

Autor:

Luis Raúl Vázquez Muñoz

Una amistad comentaba de un concierto para palo y orquesta (con más disposición al palo que a los instrumentos, y con variaciones hacia un cubo de agua) al que debió someterse hace unos fines de semana.

Él estaba en su cuarto, lleno de libros en una de esas ciudadelas o cuarterías a la que se había acabado de mudar y que, contrario a la creencia establecida, son pequeñas, ordenadas, pobres, pero limpias y donde todos o casi todos los vecinos se llevan bien.

Vaya, que el manjar estaba servido: la tranquilidad del hogar, una taza de café con chícharo (y con azúcar regulada porque está en falta), un buen libro, los pies en alto y dale pa’lante, que no hay más na’.

Así soñaba cuando cayeron los martillazos. Era un tuntún devastador. Unos piñazos sónicos que ponían a saltar al corazón. Una música a volumen bestial que lo inundaba todo, que lo cegaba todo y que lo empequeñecía todo.

Por un momento pensó que sería algo pasajero. Pero entre pausas y pausas, la estampida retornaba con igual fuerza. Se acercó a la ventana con un qué coño es esto en la boca y allí vio el show de la tarde.

Cuatro o cinco muchachones en medio de la calle, ensillados en sus motorinas eléctricas, empoderados en una competencia a ver quién lanzaba el ritmo más alto por la bocina de su moto.

Era la nueva plaga. Las motorinas con música a todo volumen. Las que pasan volando frente de la casa y te revientan los oídos con su bocina a todo meter. Eran las motorinas sonoras. Las cotorrinas.

Ellas no te contaminan el aire con dióxido de carbono, sino con puñetazos de decibeles. Del cáncer de pulmón se pasó al estrés al auditivo y de ahí a la mismísima madre que te parió. Apunten eso, veladores del clima.

El amigo pensó resolver el asunto, primero, con un llamado de atención. Recordó, entonces, que en estos casos Maquiavelo aconsejaba que ante la disyuntiva de elegir entre la fuerza del león o la astucia del zorro, era más recomendable irse por la variente del felino.

Sí, así de simple: para que te respeten, coño. Por eso se fijó en el palo de la escoba; en el machete lleno de herrumbre, pero capaz de asentar un buen planazo o lo que al final imaginó como la mejor variante: el cubo lleno de agua.

Primero los ensopaba, pensó, y luego directo al centro de la calle a preguntarles por la punta de la ciruela con el mismo tono de Máximo Gómez en la primera carga al machete.

Abrió la llave y puso el cubo a llenar. Entreabrió la puerta, midió los pasos y a sus espaldas escuchó a una vecina: «Ahí, están esos chiquitos de nuevo con su música y sus motorinas. ¡Qué jodienda, compadre!».«Ay, sí, mija -dijo otra-. ¿Pero qué vas a hacer? Llamas a todas partes y nadie hace na’. Vas pa’llá y te buscas un rollo. Imagínate». «No, yo me tranco y se acabó. Quéééé va» Y una puerta se cerró con fuerza.

El socio apoyó el brazo en el marco de la puerta. En el fregadero el cubo empezaba a botarse.

Pensó: «Yo soy el último que llegó a la cuartería y los más viejos aquí no hacen nada. ¿... y yo soy el que debe salir? ¿... y si en vez de un planazo, le doy un machetazo a un chiquito? ¿... y si se forma la bronca y cargan conmigo? ¿... y si mato a uno?».

Suavemente, le puso el seguro a la puerta. Después cerró la llave del agua y trancó bien la ventana. En la meseta de la cocina las tazas ya no temblaban al túntún de la música, ahora se estremecían ligeramente.

Con un suspiro, se acomodó en la butaca de la sala-cuartico. Afuera alguien subía y bajaba la música a diestra y siniestra; pero ya se escuchaba lejos.

Probó un sorbo de café: estaba bueno, no sabía tanto a chícharos. Tomó el libro de turno y en la portada leyó: «Haruki Murakami. 1Q84 Vamos a ver cómo viene este tipo». Recordó que alguien le había dicho una vez que la tranquilidad a veces tenía su precio. Quizá fuera verdad. Por ahora.

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