Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El derecho de soñar

Autor:

Luis Raúl Vázquez Muñoz

A veces, correr el peligro de ser cursi es un honor. Lo digo porque nos atreveríamos a decir, en el tono más digno de los folletines, que la telenovela cubana El derecho de soñar se ha robado (con un entrecomillado bien grande) el corazón de muchas cubanas y cubanos.

Ese «hurto» afectivo tiene entre sus causas las actuaciones y la manera en que está reflejando la realidad de nuestro país.

Para este redactor, una de las situaciones más cercanas fue aquella en la que el maestro Rubén Breñas denuncia un conflicto con un directivo y poco después el superior de la directora de la emisora viene a exigirle para que Breñas se retracte porque el directivo acusado por la radio llamó bien molesto.

Esos conflictos se han dado en toda la extensión real de su anécdota en los medios cubanos.

En unos más y en otros menos, pero en muchísimos casos anónimos (leánlo bien) la respuesta ha sido que el señor directivo, con el mayor respeto, tiene el derecho a réplica; pero no el de ocultar la realidad y, por lo tanto, compañero jefe, para atrás ni para coger impulso.

Esta anécdota persistía en la memoria; sobre todo porque el viernes último concluyó el 11no. Congreso de la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC). Durante dos días los delegados le tomaron el pulso a ese patrimonio llamado derecho a la información pública, y que le pertenece al pueblo.

No fue lo único que se discutió, porque consagrar ese derecho pasa por condiciones materiales mínimas; por viviendas que muchas veces no hay; por salarios dignos que respeten las deshoras laborales o por llenar vacíos profesionales ante un doloroso éxodo de colegas hacia el exterior o a otros empleos mejor renumerados.

Este 11no. Congreso, hay que decirlo, no llegó con las manos vacías, a pesar de que en muchas cosas el gremio desea que se avance más rápido. Se arribó con una Ley de Comunicación, ampliamente debatida. Ahora existe un instrumento jurídico que en la vida real respalda al personaje de Rubén Breñas y a la directora de la emisora, incluso con tribunales a la mano, para defender su posición.

También hay un experimento de cambio en el modelo de gestión económica, el cual busca que las redacciones sean capaces de lograr ingresos que posibiliten invertir en ciencia e innovación, en proyectos de desarrollo, en un celular digno con el cual trabajar, en una mesa respetuosa donde escribir y en estimulación salarial que premie de verdad a quienes realmente se esfuerzan.

De todo eso y mucho más se habló. Porque la principal pelea, la que hay que echar a lo Teófilo Stevenson y Alcides Sagarra, es la de un cambio de mentalidad que destierre esas posturas que enaltecen el secretismo y convierten el derecho a la información en una finca particular.

Es fácil denunciarlo. Lo difícil es eliminar un concepto ante la vida que ha demostrado una altísima capacidad de solapamiento para agacharse como el majá y multiplicarse al estilo del marabú.

De esa finca ha salido una actitud contradictoria, en ocasiones hipócrita, que dice estar de acuerdo con los cambios para luego hacer lo contrario. O poner trabas, pues sencillamente no se entiende ni la complejidad ni la riqueza plural de estos tiempos.

El propio Presidente Miguel Díaz-Canel Bermúdez lo señalaba con vehemencia en la sesión final, a la vez que pedía reflexionar porque hay cuestiones que se deben dirimir fuera de los medios; pero existen otras que son responsabilidades directas de sus trabajadores y, sobre todo, de sus directivos.

«Nosotros no le decimos a nadie qué tiene que escribir ni cómo tiene que hacerlo. Eso es una potestad del periodista y nosotros la respetamos», dijo con vehemencia al referirse a las críticas de los delegados hacia los tonos grisáceos con los cuales suelen reflejarse el trabajo de las autoridades del país.

Que se anote bien la seña y sobre todo que se defienda el espíritu implícito en ella. Porque ahí está una de las sesiones permanentes del Congreso que ahora se inicia y que es el permanente: el de la calle, el del pegar los ojos y oídos a la gente. El de darle rostro a un pueblo. Como en El derecho de soñar.

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