Cuentan que el cielo se volvió de un azul cobrizo muy extraño, como nunca antes o como en mucho tiempo no habían visto. Luego, con la noche, los vientos se hicieron dueños de todo y la madrugada se volvió interminable.
Quizás, cuando estas líneas se publiquen, en algunos lugares de Oriente el aire que se respire todavía guarde una humedad pesada. Es el aire de las tormentas cuando se van.
Lo que ahora anda por el Atlántico es un huracán con cierto sentido de la ironía. Tiene nombre tierno de mujer: Melissa. Nombre para novelas de amor, pero nombre dado a una máquina de destrucción, cuyas primeras imágenes mostraban comunidades inundadas.
No había que ser muy avezado para darse cuenta de que, luego de la madrugada del pasado miércoles, innumerables familias comenzarían a vivir la angustia de incorporar una dificultad tremenda a las ya existentes en la cotidianidad.
Hay que presenciar un ciclón para conocer de ese estado emocional que aparece cuando se sale del refugio y se llega a la casa para descubrir que ella ya no existe o que las cosas que no se pudieron evacuar, porque no se podía, se perdieron por completo.
Por suerte se preservó la vida y se hizo (también hay que decirlo, aunque para algunos suene a panfleto político) porque existe un sistema que saca de dónde no tiene y moviliza una de las mejores cosas de Cuba: la solidaridad genuina de su gente. Digan lo que digan, ahí está y no por obra del Designio, sino de una Revolución que nació con los ojos puestos en los más humildes.
Hay una foto que ilustra muchas de esas cosas y que se puede ver en el muro en Facebook del profesor Víctor Aguilera Nonell, de la Universidad de Holguín. Es una imagen de Fidel durante el ciclón Flora. Se sabe, no en toda la debida dimensión, que el Líder cubano se lanzó bajo el vendaval a salvar vidas a riesgo de la suya, y hasta distribuyó ayudas a los damnificados.
El retrato es de ese último momento. Fidel se encuentra dormido sobre los bultos de ayuda que hay en la cama de un camión. Por los tonos de la imagen, se ve que el día anda muy nublado y que el aire se encuentra espeso por la humedad de las lluvias. Tal vez, al fotografiarlo, caía una ligera llovizna.
El caso es que él estaba ahí: tendido a todo lo largo, la ropa mojada y con la camisa del uniforme abierta, por donde se deja ver una camiseta blanca. La foto, en una primera mirada, transmite el cansancio del día.
Pero en el borde inferior, aparece el detalle: las botas de Fidel están llenas de fango. Las suelas apenas se perciben por el lodo, un barro oscuro y fuerte, que se ha pegado hasta en los mismos ojales de los cordones.
Ese estado lo dice todo. No hay necesidad de palabras. Y como es algo natural, salido de las entrañas del sacrificio y el corazón, no hay necesidad de poses. Desde la distancia del tiempo, esa foto se conecta con otra, aparecida en Facebook unas horas antes de la llegada del huracán, cuando se evacuaban a personas desde las zonas de peligro.
Es la de un joven policía con la gorra ladeada. Si se le quita el uniforme, es un muchacho corriente a quien vaya usted a saber qué tipo de música le gusta. El caso es que está ahí, en otro día nublado, rodeado de personas y con un ómnibus en el fondo.
Sin embargo, el centro de atención no es él sino lo que lleva entre los brazos. La gente se aparta y mira. Porque lo que se lleva no son riquezas, ni documentos, es a un anciano delgado, vestido con camiseta y pantalón. Es un anciano que va a salvar su vida a cambio de nada. Y en esa energía interior, en ese sentido del deber y de hacer el bien, se encuentra la fuerza que hoy desafía a los daños de Melissa. Esa fuerza se llama Cuba.