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Porque Santa Clara enamora

En la 25 edición del Premio Fundación de la ciudad de Santa Clara sobresalieron, entre los 58 autores participantes, Lidia Meriño, por Muerto por Carol; René Coyra, por Cielo raso, y Alberto González Rivero, por Últimas de Sagua, títulos que verán la luz el próximo año bajo el sello de Capiro

Autor:

José Luis Estrada Betancourt

A la 25 edición del Premio Fundación de la ciudad de Santa Clara le agradeceré, entre muchas otras cosas, el haberme propiciado el reencuentro con una urbe que tiene el poder de reenamorarte de inmediato con un «simple» abrazo de su profuso y seductor movimiento cultural.

Por las más diversas razones, hacía ya un buen tiempo que no visitaba la tierra de Marta Abreu, adonde con frecuencia viajaba para ser testigo de lo que ocurría con una ciudad y su gente. Fue así que me deslumbré con la Trovuntivitis, con una intérprete de talla mayor como Vionaika Martínez; con los tríos Trovarroco y Alter Ego; con Danza del Alma y Estudio Teatral de Santa Clara; con el maestro Marcos Urbay...

Con ello ya era más que suficiente para saber que el regreso permanecía pendiente, que había que volver a sentarse en el parque Vidal, y ese «empuje» llegó con el importante lauro, que nació no solo en un territorio donde radican dos prestigiosas editoriales, Capiro y Sed de Belleza, sino que ha sido cuna de escritores que han hecho, hacen y harán historia.

Esta vez, si bien el apartado de narrativa del concurso quedó desierto, sobresalieron, entre los 58 autores participantes, Lidia Meriño, por Muerto por Carol (literatura infantil); René Coyra, por Cielo raso (poesía), y Alberto González Rivero, por Últimas de Sagua (periodismo), títulos que verán la luz el próximo año bajo el sello de Capiro, que para celebrar por lo alto el aniversario 324 de Santa Clara sumó a su catálogo los textos distinguidos en la pasada edición.

De hecho, de ese modo se inició el festejo con la presentación, con el escritor Noël Castillo como anfitrión, de El aeroplano amarillo, de Herbert Toranzo (décima); El rastro de las moscas, de Rubén Artiles (novela); Los tesoros de las nieves, de Eduardo Bernabé Pedraza (testimonio), y Hablar entre cubanos, de Jorge Ángel Hernández Pérez (ensayo), que inauguraron nuevo «traje», gracias al funcional y vistoso diseño de Antonio Gómez Santiago, responsable también de crear el perfil de la colección.

Para enamorar a los lectores, la poeta Isaily Pérez introdujo Los tesoros de la nieve anunciándoles que se trata de un texto que guarda relación con la extinta Unión Soviética, «y no con cualquier sitio de ese vasto conglomerado de pueblos sino con Siberia, el corazón helado de un país que ha pasado por todo sin dejar de ser mítico.

«El testimoniante (Julio González Jiménez) se nos muestra atravesado por dos conflictos fundamentales: es un padre de familia que padece la lejanía de los suyos y de su país. Al drama personal, a la nostalgia, se suma el drama in crescendo de su momento histórico. Sacando cuentas comprobaremos que los cuatro años que pasa en la Unión Soviética se corresponden con los estertores del socialismo de la Europa del Este. Julio, literariamente hablando, es un personaje en vías de extinción».

Por la cercanía que tuvo con la preparación de Hablar entre cubanos, el periodista y escritor Yamil Díaz, quien se empeñó en su edición, aseguró que allí el narrador, poeta, ensayista y sociólogo Jorge Ángel Hernández se lanzó sin prejuicios a indagar sobre temas conectados entre sí: el baile como espacio de confrontación social; la guaracha cubana del siglo XIX; la evolución del habla popular, con su acervo de «malas» palabras; y la presencia de fenómenos como violencia, androcentrismo y sexo en el habla popular de la Isla.

Mientras tanto, no pocas historias llegaron a las manos de Herbet Toranzo, contó Rebeca Murga, para entregarnos El aeroplano amarillo: desde la de Jimi Hendrix, «que no le gusta la guerra de Viet Nam y protesta con el himno en su guitarra», hasta la de «Martin Luther King, asesinado por defender a los negros basureros en la ciudad de Memphis»; o la de Janis Joplin, con la cual «el poeta intenta escapar de la simple estridencia para acercarse a una verdad que le calcina el verso». Y con ellas y su excelente poesía, este multipremiado escritor volvió a conquistar al jurado del evento, como lo consiguió en 2008.

De El rastro de las moscas, la narradora y poeta Anisley Negrín dijo que su autor, Rubén Artiles, nos acerca un «universo donde se imbrican dos historias, dos discursos, dos mundos, cual Las palmeras salvajes de Faulkner: uno dentro de los presupuestos del realismo, que parte de la cotidiana fábula de una joven en plena efervescencia, quien busca recomponer la historia de su familia y la suya propia a través del reencuentro con su padre; el otro ficcional, épico, que nace de lo que ella misma escribe».

Justamente Artiles se convirtió en  aplaudido protagonista de otra de las intensas jornadas del XXV Premio, cuando a raíz de la presentación del libro Santa Clara Santa, de Enrique Cirules, quedó abierta en la Galería Provincial de las Artes Visuales, su magnífica exposición fotográfica Santa Clara, no solo Santa.

También hubo espacio para un recital de poesía que reunió en  la Casona de la AHS a Basilia Papastamatíu, Israel Domínguez y Edelmis Anoceto, cuyos sentidos versos acoplaron a la perfección con los muy líricos de un trovador extraordinario como Leonardo García. Y para que María Elena Llana, Aida Barh, Miguel Mejides y Félix Sánchez reflexionaran sobre lo que significa narrar hoy en Cuba y cómo se debería narrar la Cuba de hoy; o para que me dieran la oportunidad, junto a mis respetadas colegas: la Llana y Xiomara Rodríguez, «provocados» por Yamil Díaz, desarrolláramos en la Casa de Patrimonio, nuestro Congreso de Periodismo.

Y con todo, siempre me «sobró» tiempo para quedar impactado con ese asombroso proyecto que es la librería por «cuenta propia» La piedra lunar y que mantienen, con el complot de muchos, los incansables Lorenzo Lunar y Rebeca Murga, como si nos les bastara con sus sólidas carreras como escritores. Allí volví a admirar por enésima vez a ese cantautor espectacular llamado Roly Berrío, que Cuba, lastimosamente, se sigue perdiendo. Pero de eso, seguro, que les cuento en otro momento.

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