Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Tan solo una locomotora

Escaso en la vastedad del paisaje venezolano, el ferrocarril semeja, como las especies raras para el naturalista, una pieza esquiva a la pupila del reportero

 

Autor:

Enrique Milanés León

CARACAS.— Venezuela me debe casi nada: una locomotora. Una de veras, de chimenea humeante y ruido antiguo, una que anuncie su tosco andar mucho antes de hacerse visible y que marque en el cielo buena tajada del horizonte. Tras nueve meses de desandar el país no me he topado, en miles y miles de kilómetros, con un solo crucero que detenga mi marcha con esa advertencia conocidísima por los cubanos: «¡Cuidado, por aquí pasa pata de hierro!».

Así que en cada salida imploro, en vano, la vista de un tren que acabe de persuadirme de que soy un viajero del tiempo, del siglo XXI o del XIX, da igual, pero de que lo hago en el planeta domesticado por el ferrocarril. A veces creo andar en otro mundo y pienso en el barbudo Walt Whitman, rogando a su objeto poético de turno, en A una locomotora en invierno, aquello de: «Ven a secundar a la musa, a amalgamarte en esta estrofa, tal como ahora te contemplo…». Justo lo que he buscado para esta crónica.

Pareciera que el ferrocarril no ha querido rasgar aquí la paz de las llanuras infinitas o no se atreviera a contener el ímpetu jíbaro del automóvil cuando lo tiene todo para triunfar: no provoca la angustia de los aviones, la ondulante incertidumbre del barco ni la sensación de fragilidad del vehículo de carretera. El tren mece su aire, palpa su fondo, blinda su escudo, pero semejantes atributos no le han bastado para seducir del todo a Venezuela.

Hay un evidente retraso en la cobertura ferroviaria, fruto de cíclicas tensiones económicas y de Gobiernos que, con injerencia o sin ella, mandaron de espaldas a los andenes.

Pese a que en el tempranísimo 1824 llegó al país el ingeniero inglés Robert Stephenson —hijo de George, el inventor de la locomotora— y proyectó para Caracas-La Guaira el que hubiera sido el primer ferrocarril latinoamericano, esta idea solo se concretó en 1883, no solo 46 años después del tren pionero establecido en Cuba, sino seis años más tarde del que, en la propia Venezuela, quedó abierto entre la ciudad de Tucacas y las minas de cobre de Aroa, que tiempo atrás habían pertenecido a la familia de El Libertador. 

El de Tucacas-Aroa, llamado Ferrocarril Bolívar, fue inaugurado en 1877, con todo bombo, por el presidente Antonio Guzmán Blanco —quien había decretado en el año 1873 «la era del caballo de hierro»—, pero a la actualidad solo llegaron más de 200 kilómetros de ruinas.

Si de La Guaira a la capital hubiese estado listo el ferrocarril en enero de 1881, no se puede dudar de que nuestro José Martí —librado entonces de la recia travesía en diligencia por el Camino de los Españoles— habría descrito otros polvos en la inigualable estampa del viajero que llegó un día a Caracas,  ajeno a toda atención a sí mismo, en busca de la estatua de Bolívar.

Mucho después, esa ruta contó entre sus pasajeros del 25 de abril de 1935 a Carlos Gardel, quien se proponía, y no hace falta decir el resultado, seducir con su voz y su carisma a Venezuela. Este periodista cubano, ya se infiere, no conquistaría a su locomotora con un tango.

Por poderoso que parece, el tren ha sido víctima de un   vehículo sutilísimo: la política. En los años 50 del siglo XX, el dictador Marcos Pérez Jiménez —que en la cascada del boom petrolero levantó grandes obras— se propuso fundar una vasta red ferroviaria, pero en 1957 el embajador yanqui en persona le comentó que su Departamento de Estado vería como «poco amistoso», en Washington, tal progreso, en Venezuela.

Pérez Jiménez persistió, de modo que, junto a sus «méritos» propios, que los hizo en abundancia, hay quien cree que su derrocamiento meses después, que le obligó a abandonar el país a bordo del avión presidencial «La vaca sagrada», contó además con un empujoncito del embajador. A Estados Unidos no le hacía gracia que un transporte más poderoso y barato pusiera en juego las ganancias de sus compañías automotrices ni el conveniente destape de las carreteras a inicios del XX, el siglo del asfalto.

La del yanqui pareció, con todas las de la ley, una cura de caballo, porque en adelante los Gobiernos puntofijistas mostraron una inefable alergia a las locomotoras, ingenios que parecieron mantenerse a raya entre tranvías y otros     vehículos más urbanos y, a partir de 1983, se sumergieron en la subterránea timidez del metro, con un rostro más eléctrico y menos clásico.

A la postre, Venezuela ha tenido durante décadas una de las más reducidas redes ferroviarias de América Latina, en relación con su superficie. Aquí suele decirse que, a partir de 1930, la carretera y el petróleo  ganaron el pulso a los rieles y al café, fórmula en la cual la depresión económica de esos años tuvo mucho que ver.

En todo caso, el tiempo tiene sus propios raíles. Tras innumerables peripecias políticas, Venezuela halló en el chavismo bolivariano un proyecto que, pese a las zancadillas, piensa de veras en el país. Su visión incluye un plan de desarrollo ferroviario hasta el año 2030 que debe completar miles de nuevos kilómetros de vías férreas.

Mientras esos portentos se hacen más visibles, el cronista coincide, con Pablo Neruda, en que existe «el cielo de las locomotoras». Con nostalgia parecida, el venerado autor del Poema XX, hijo de maquinista, nos susurró en su Oda a los trenes del sur: «Oh tren explorador de soledades,/ cuando vuelves al hangar de Santiago,/ a las colmenas del hombre y su cruzado poderío,/ duermes tal vez por una noche triste un sueño sin perfume,/ sin nieves, sin raíces, sin islas que te esperan en la lluvia/ inmóvil entre anónimos vagones./ Pero yo, entre un océano de trenes,/ en el cielo de las locomotoras,/ te reconocería por cierto aire de lejos,/ por tus ruedas mojadas allá lejos, y por tu traspasado corazón que conoce/ la indecible, salvaje, lluviosa, azul fragancia».

Bajo otro cielo sudamericano, quiero reconocer como él y hasta subirme un día a una locomotora aunque, aturdido ante la vista de tanto paisaje, sería más probable que me pase como al agudo Mark Twain, que a bordo de un tren en su país no encontraba el pasaje. Amable, el inspector le comentó que no hacía falta: «Ya sé que es usted el autor de Tom Sawyer, así que no se moleste, estoy seguro de que ha extraviado el billete», dijo el hombre, pero el escritor, empeñado en buscar en sus bolsillos, le replicó enseguida: «Es que, si no lo encuentro, no sé dónde debo bajarme».

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