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Desastre final de Estados Unidos en Afganistán

Los epítetos más bochornosos acompañan las últimas jornadas de las tropas de Estados Unidos que hace 20 años llegaron a la lejana nación asiática a implantar la ley y el orden al más puro estilo norteamericano

Autor:

Leonel Nodal

El fracaso ya estaba consumado. Bush comenzó aquella película de «guerra interminable» contra el terrorismo con un opening o apertura espectacular, estilo guerra de las galaxias, con lanzamiento nocturno de cohetes intercontinentales que hacían un arrasador impacto en el lejano Afganistán, el escondite de Osama, el cerebro del «eje del mal». La venganza ejemplar por el atentado a las torres gemelas de New York estaba en marcha.

A Obama le tocó la parte más pesada de la trama. A punto de salir de escena se anotó la eliminación de Osama, al que mandaron a las profundidades del mar, para que los tiburones dieran cuenta de sus restos mortales. Pero la película no terminó ahí.

A Trump le tocaba cerrar, como fuera, y si era capaz alzar una bandera de paz, vestido de emperador romano y con una corona de laurel. Tras una «atormentada tormenta» de ideas quedó definido así y ordenó armar un trato de retirada ordenada, pero le cortaron la filmación.

El último rollo de película quedó inconcluso y le cayó a Biden, que solo tuvo tiempo para decir a su  gente de la embajada en Kabul: «Recojan que nos vamos. Bajen la bandera y corran para el aeropuerto». La servidumbre afgana no se quedó atrás.

¡Qué domingo! El octogenario inquilino de la Casa Blanca no pudo aprovechar el reparador fin de semana en Camp David, según cuentan los medios norteamericanos que siguen sus pasos, ni siquiera una siesta pudo dormir con la lluvia de inquietantes informes de inteligencia y partes militares dando cuenta de la debacle. Kabul había sido tomada por los talibanes sin disparar un tiro, varios meses antes de lo esperado por sus estrategas. ¡Qué vergüenza!

Y, además, los aliados occidentales comenzaron a dar la noticia con ribetes vejatorios, como la Dutsche Wellt:   «EE. UU. pudo haber evitado que cayera Kabul» y hasta los protegidos de ayer se desbocaron: según CNN: «La embajadora de Afganistán en EE. UU. dice que la situación era “evitable”». Eso era lo de menos. Telemundo estaba reportando: «Afganos desesperados se cuelgan de un avión para escapar de su país». Caos, debacle, desesperación. 

Los reportes en Twitter eran todavía más alarmantes: «Personas caen de las aeronaves militares tras despegar del aeropuerto de Kabul». «Algunas personas que ascendieron encima del avión caen a la pista de aterrizaje, se desconoce su condición de salud».

Los epítetos más bochornosos acompañan las últimas jornadas de las tropas de Estados Unidos que hace 20 años llegaron a la lejana nación asiática a implantar la ley y el orden al más puro estilo norteamericano.

Afganistán deja una viva lección de a dónde conducen las intervenciones humanitarias estadounidenses despejadas por bombardeos aéreos contra los presuntos violadores  de los derechos humanos. Los talibanes, los integrantes del gobierno que desde 1996 hasta 2001 fueron tolerados por Washington, se convirtieron de la noche a la mañana en nido de terroristas. Y contra la totalidad del pueblo afgano cayó el castigo de la venganza.

La guerra de Bush ya estaba empantanada en 2008. Pero para entonces la industria militar la tenía bien definida como la principal válvula de escape para sus arsenales. 

Barack Obama no pudo ganarla ni con el despliegue de más de 100 000 soldados en el país centroasiático entre 2010 y 2012, a un costo de 100 000 millones de dólares anuales.

Mejor  sería pensar en otra salida. Habría que cumplir, pero sin perder la cara, ni sacrificar por completo el negocio que representó para sus aliados de la industria bélica los 760 000 millones de dólares gastados en la guerra de Afganistán desde octubre de 2001 hasta marzo de 2019, a los que se añaden otros 240 000 millones más en gastos adicionales, según cifras oficiales.

El desafío de Donald Trump en su campaña para la reelección en 2020 sería volver a sacarle provecho a la promesa de retirada de tropas de Afganistán, pero guardando las apariencias.

Trump cambió la postura mantenida hasta entonces por Washington de rechazo a hablar directamente con el Talibán, con su alto sentido del oportunismo político.

En octubre de 2018 Trump dio luz verde a negociaciones secretas con representantes del Talibán en Doha, capital de Qatar. A principios de septiembre de 2019 llegó a preparar —en el más absoluto secreto— una espectacular ceremonia de «fin de la guerra en Afganistán», nada menos que en la residencia presidencial de Camp David, escenario de la firma de históricos acuerdos internacionales.

Sin embargo, la muerte de un soldado estadounidense en un atentado en Kabul, provocó una abrupta ruptura de las negociaciones.

Bastaron  18 meses de negociaciones en Doha para terminar más de 18 años de guerra de Estados Unidos contra los talibanes. Ambas partes firmaron oficialmente el 29 de febrero de 2020 un acuerdo de paz que allanaría el camino para la retirada de las fuerzas estadounidenses de Afganistán, a cambio de una serie de garantías sólidas de los talibanes a Estados Unidos y sus aliados.

Lo que Washington trató de esconder desde entonces era la derrota pura y simple de la mayor potencia bélica mundial, y que el Talibán es hoy más fuerte que nunca antes, con un dominio total del territorio nacional.

El propio presidente afgano, Ashraf Ghani, había reconocido que más de 45 000 miembros de las fuerzas de seguridad  fueron liquidados desde que se llegó al poder en 2014. La Fuerza de Seguridad de Afganistán tenía un déficit de 79 000 hombres y perdía tropas más rápido de lo que podía remplazarlas.

Los ingresos del país ya no eran insuficientes para pagar la factura de sus propias fuerzas de seguridad. El desastre militar dejó más de 2 500 soldados estadounidenses muertos y alrededor de 20 500 heridos en acción.

Los daños sufridos por la nación y el pueblo afgano debido a la intervención imperial y el afán de implantar un régimen sumiso a sus intereses, caracterizan una de las mayores catástrofes humanitarias de la historia, con más de medio millón de civiles asesinados y decenas de miles de heridos, mutilados y traumatizados.

El presidente Joe Biden cayó en la tramposa salida de Afganistán armada por Trump, quien la diseñó para servirse de ella y dejar recaer en sus predecesores el peso de una derrota demoledora. Biden tendrá que cargar con todo el efecto negativo de una vulgar estampida.

Solo una política exterior muchísimo más inteligente, alejada de los núcleos trumpistas que lo tienen atrapado en sus trampas, como la armada contra Cuba, le permitiría sobrevivir el período de un primer mandato, a él o a su candidato sucesor demócrata. Tal vez no se haya dado cuenta, pero la sombra de Afganistán amenaza su errática política hacia Cuba, diseñada por Trump.

Afganistán 

Afganistán ocupa un territorio sin salida al mar ubicado en el corazón de Asia, dentro de un bloque regional entre el subcontinente indio y el Oriente Medio, como una entidad religiosa, etnolingüística y geográfica, relacionada con la mayoría de sus vecinos, lo que subraya su verdadera riqueza: su posición geoestratégica.

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