Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Paisaje detrás de la batalla

Enormes desafíos acompañarán el tercer mandato de Lula desde enero, pero, también, mucha confianza

 

Autor:

Marina Menéndez Quintero

Aunque por momentos preocupante, la perreta de camioneros que esta semana bloquearon caminos y de otros seguidores de Jair Bolsonaro que llegaron a manifestarse ante los cuarteles pidiendo un golpe militar, no logró opacar el brillo de la victoria de Luiz Inácio Lula da Silva, y mucho menos, su legitimidad.

Con razón, algunos hablan de «resurrección» cuando se refieren a la vuelta de Lula al Gobierno, ahora para su tercer mandato, luego de una campaña de descrédito que, como sabemos, llegó a encerrarlo en prisión y no comenzó, por tanto, con la disputa de estas elecciones; ni siquiera fueron los primeros pasos aquellos del entonces fiscal Sergio Moro, verdugo de la izquierda que lo condenó para impedir que el líder del PT concurriera a las elecciones de 2018.

La democión de Dilma Rousseff dos años antes, como resultado de un proceso de impeachment sin causa real ni sustento tras ser acusada sin pruebas de manejos presupuestarios turbios, fue el punto de partida de una labor manipuladora contra el Partido de los Trabajadores (PT) que Bolsonaro no vaciló en volver a usar en esta lid, descalificando constantemente a su oponente.

Haberse impuesto a esta maniobra continuada y de larga data constituye el primer logro de Lula, gracias, entre otros factores, a un prestigio que ha sido valladar frente a las manipulaciones para los más de 60 millones de brasileños que lo votaron, junto con la capacidad demostrada por él y el PT para formar alianzas.

Precisamente, la luz larga de las fuerzas políticas que se adosaron a su candidatura para frenar el fenómeno bolsonarista calzó el triunfo.

Pero la otra cuota a favor del progresismo —porque quienes han ganado rebasan el marco del PT y la izquierda política— la ha puesto el propio Bolsonaro.

Su gestión de cuatro años no logró el despegue económico prometido. Aunque los índices más recientes reflejaron cierta mejora en la expectativa de crecimiento del PIB para este año y alguna baja en la inflación, expertos advirtieron, sin embargo, que será una bonanza efímera, pues se ha conseguido de manera artificial, justamente, para obtener simpatías de cara a los comicios.

Tampoco ha recortado el flagelo de la pobreza, cubierto apenas por programas de auxilio cortoplacistas y ya próximos a vencer, que no atacaron el desempleo ni el subempleo y, por eso, no resolvieron el problema.

En esa esfera, el drama mayor son los hambrientos, que suman 33 millones de brasileños.

Observadores de diarios como Los Angeles Times advirtieron antes de la segunda ronda, que «las penurias de los pobres» le costarían la reelección.´

Pero lo que más puede pesar en el desempeño del Presidente que termina es su carácter excluyente; aunque haya intentado disfrazar su intolerancia con un populismo que ha generado lo que ya se conoce como bolsonarismo, y se ha palpado no solo en las urnas sino, también, en las calles.

Sus frecuentes cuestionamientos al orden y la institucionalidad, y el mismo negacionismo acerca de la gravedad del azote de la Covid 19 y los recaudos que debieron tomarse durante el período duro de la pandemia —ese desconocimiento provocó unas 700 000 muertes— fue parte de su teatro de «tipo duro», supuestamente de abajo, para ganar adeptos.

Pero, en realidad, Bolsonaro no gobernó para ellos, como lo demuestra, entre otros
hechos, el favor que su Gobierno dispensó a las empresas del agronegocio que han deforestado la Amazonía y cercenado las reservas indígenas, con el consiguiente daño a las selvas y la biodiversidad.

Más recientemente, sus constantes críticas a la transparencia y eficacia del sistema electoral fueron el comodín preparado para el caso —como ocurrió— de que perdiera, y sentaron las bases para los bloqueos que, finalmente, la policía de carreteras se aprestó a reducir, mientras los titulares del Tribunal Superior Electoral (TSE) conminaban al mandatario a deponer el silencio que estimulaba los reclamos.

«Aquellos que no están aceptando, que están practicando actos antidemocráticos, serán tratados como criminales», advirtió, el jueves, el titular del TSE Alexandre de Moraes, otra vez firme y apegado a la institucionalidad, luego de que Bolsonaro, siempre ambivalente, pidiera a sus seguidores «que despejen las carreteras», pero les sugiriera, al propio tiempo: «Protesten de otra forma».

A esas horas, la maniobra solapada del mandatario y la actitud beligerante de un sector de sus seguidores no había impedido, sin embargo, que funcionarios y políticos allegados a su administración reconocieran el triunfo de Lula, y protagonizaran —con la aceptación a que Bolsonaro estaba obligado— la transición.      

Los retos 

Lidiar con los sectores en quienes la propaganda engañosa de años, exacerbada primero con el auxilio del sistema judicial y luego por Bolsonaro, sembró la animadversión hacia Lula y el PT, será uno de los primeros desafíos durante el mandato que se abre en enero.

Todos hablan de un Brasil dividido y polarizado, pero el Presidente electo se rehúsa cuando afirma que no existen «dos Brasil», lo que da cuenta del sentido inclusivo, imprescindible para gobernar, con que asumirá su ejecutoria.

También hallará escollos en el hecho de que el Partido Liberal, principal de la oposición, pues a esa agrupación política se ha suscrito finalmente Bolsonaro, tiene la mayoría de los asientos en la Cámara de Diputados y en el Senado, lo que puede hacer más difícil la aprobación de sus leyes.

No quedaron en manos del PT la mayoría de las gobernaciones —domina diez de 27—, pero algunas estarán regidas por fuerzas afines.

De cualquier modo, Lula ha anunciado que ante todo esgrimirá el diálogo, en favor de incluir y no excluir.

Lo primero será sanar al país con el enfrentamiento al hambre y la pobreza. Pero también será una urgencia  derribar los muros de odio levantados, con fines políticos, en su contra, y para revertir el progreso social de Brasil.

 

 

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