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Y sin el menor pudor algunos miran hacia otro lado

El asesinato de tres líderes palestinos de la Jihad Islámica, mediante un bombardeo quirúrgico aéreo a sus hogares, mientras dormían junto a sus esposas e hijos, desata otra operación genocida del régimen de apartheid sionista israelí en Gaza

Autor:

Leonel Nodal

Nadie olfateó la mínima señal. Hasta los más expertos centinelas de la información en la prensa, políticos de oposición y gobierno, incluso los miembros del Gabinete de Seguridad Nacional se quedaron fuera.

Todos desayunaron el martes 8 de mayo frente a la TV con el último escalofriante episodio de la desigual guerra israelí en Gaza.

Una operación secreta del primer ministro Benjamín Netanyahu, a sabiendas de que sería un seguro detonante de nuevos días y noches de alertas aéreas, bombardeos en una y otra dirección, destrucción de viviendas, civiles inocentes muertos, heridos y mutilados sin otra culpa que vivir hacinados en la mayor cárcel a cielo abierto del mundo: Gaza, territorio árido de 30 kilómetros cuadrados, con un millón y medio de refugiados palestinos, en su mayoría desde 1948, sometidos a un bloqueo total por aire, mar y tierra, que apenas permite respirar.

Esta vez el pretexto elegido fue el lanzamiento por la Jihad Islámica —días atrás— de un centenar de cohetes desde Gaza hacia territorio israelí, una acción de nulo o escaso efecto, ya que el autoproclamado Estado judío cuenta con un sofisticado paraguas de defensa antiaérea, llamado Cúpula de Hierro, equipado con lo último de la tecnología estadounidense, capaz de inutilizar en el aire los obuses de escaso poder ofensivo de las fuerzas de la Resistencia Palestina gazatí, etiquetada como terrorista tanto por Tel Aviv como por Washington, aliado protector y proveedor gratuito de multimillonario armamento a Israel.

Aquellos obuses destruidos en el aire sonaron más bien como salva de despedida al prisionero palestino Khadar Adnan, muerto en las mazmorras del apartheid sionista tras una prolongada huelga de hambre, ignorada por los defensores de los derechos humanos en el llamado mundo Occidental.

El ambiente ya estaba recalentado desde finales de abril, mes del ayuno religioso islámico del Ramadán, debido a la violación de la mezquita de Al Aqsa, en Jerusalén, por extremistas ultrarreligiosos judíos, practicantes de un odio racial antiárabe comparable al del Ku Klux Klan de Estados Unidos, o tal vez peor.

A tal punto llega el extremismo ultraderechista que el líder de esa tendencia, diputado Itamar Ben Gvir, del Partido Otzma Yehudit (Fuerza Judía), todopoderoso ministro de Seguridad Nacional, amenazó con el boicot al Gobierno del premier Netanyahu, hasta que aplicara «el programa de la extrema derecha», que apunta a borrar del mapa la más mínima noción de un Estado palestino.

En ese ambiente, resulta evidente ahora que el viejo zorro Netanyahu, quien acumula casi 25 años de ejercicio de la jefatura de Gobierno, decidió proclamar «aquí el que manda soy yo», con un resonante golpe propio, sin consultar a nadie, salvo al jefe de Estado Mayor teniente general Herzi Halevi, encargado de seleccionar a los pilotos de los 40 aviones de combate que ejecutarían el golpe mortal contra los presuntos líderes militares de Jihad Islámica, cuando dormían junto a sus familias en sus apartamentos, mediante una operación quirúrgica de alta precisión, meticulosamente planificada y ejecutada por la crema de la fuerza aérea. 

Macabro festejo de los 75 años de Israel

El mensaje implícito de Netanyahu quedó claro con este nuevo capítulo del etnocidio palestino y reivindica la misión de gendarme imperial en Oriente Medio que originó la violenta implantación de un modelo de Estado de origen divino, basado en una presunta promesa bíblica, indiscutible, sionista, racista, genocida, cliente y servidor de las espurias pretensiones de Gran Bretaña, primero, y de Estados Unidos después, de precursores y defensores del progreso y un modelo democrático en Oriente Medio, cada vez con más rostro de apartheid colonialista.

Es en ese ambiente de guerra de conquista de los territorios que aún faltan para satisfacer el sueño de «la tierra prometida», que el liderazgo sionista celebra el aniversario 75 de la proclamación por Ben Gurión del Estado de Israel, el 14 de mayo de de 1948.

La promesa de «Eretz Israel» sigue en pie. Queda mucho por apropiar de ese territorio que según el texto bíblico tomado como fuente de derecho se extiende «del Nilo al Éufrates».

Ese 14 de mayo también marca para el pueblo árabe de la histórica tierra de Canaán, que los romanos llamaron Palestina, una catástrofe, «la Nakba», el día que entró en vigor la Resolución 181 de  la Asamblea General de Naciones Unidas —aprobada meses antes, el 29 de noviembre de 1947— en virtud del voto a favor de 33 naciones frente a 13 en contra y diez abstenciones. En una votación que solo tardó tres minutos, un puñado de países ajenos a la región en litigio decidieron la partición arbitraria y el reparto desigual del suelo donde habían habitado durante siglos sus antepasados.

Mediante una mayoría que no incluía a ninguno de los países árabes u otros de la región, o con cierta afinidad por razones culturales o religiosas, aquella Asamblea General aprobó una Resolución que tampoco preveía los recursos para su implementación, ni cualquier otro compromiso para evitar que se consumara una injusticia a la vista, y el estallido de una cruenta guerra de despojo que ya estaba en curso, mediante el accionar de organizaciones armadas judías, como Irgún y Stern,  que aterrorizaban a los pobladores árabes para que abandonaran las tierras, según demuestran —incluso— investigaciones de historiadores judíos, como Ilam Pape. 

La historia recoge todo el proceso promovido por el movimiento sionista liderado por Teodoro Herzl desde finales del siglo XIX para escapar de la discriminación antisemita y el desprecio a los judíos de las élites europeas mediante el regreso a la tierra de Palestina, como si se tratara de un sitio vacío, despoblado. A lo que vino a sumarse el interés de Gran Bretaña por zafarse de aquella molesta población judía en suelo británico con la promesa de apoyar el establecimiento de un «hogar para los judíos» en Palestina, el territorio sobre el cual ejercería mandato desde 1922, lo que facilitó cumplir aquella promesa que de paso garantizaba la implantación de una entidad económicamente afín a sus planes de dominio neocolonial. 

El 15 de mayo de 1948, las bandas armadas sionistas comenzaron una ofensiva  de tierra arrasada  para desalojar a la población árabe de los territorios que les habían sido asignados.

 La entrada en acción de tropas de Egipto, Transjordania, Siria, Líbano e Irak, no impidió que un año después más de 760 000 palestinos se vieran obligados a abandonar sus lugares de residencia y se convirtieran en refugiados, buena parte en los países vecinos, a donde fueron empujados por las fuerzas judías, hombres procedentes de Europa, mejor entrenados, armados y apertrechados.

A 75 años de aquella «catástrofe» más de cuatro millones y medio de palestinos sobreviven como refugiados, a los que el Estado sionista niega el derecho al retorno, tal como estipula el derecho internacional. 

La solución de los dos Estados —Israel y Palestina— es una mera ficción. Todos los gobiernos sionistas han dado largas a esa alternativa, y cuando apareció un gobernante, Issac Rabin, dispuesto a promover un arreglo más duradero, un militante ultraortodoxo judío lo asesinó en público, dejando un mensaje evidente de lo que se puede esperar del aparato político sionista que ejerce el poder en Israel, con el total apoyo de Estados Unidos.

Las recientes incursiones aéreas israelíes sobre Gaza, bombardeos indiscriminados a zonas densamente pobladas, han dejado hasta el fin de semana un saldo de por lo menos 36 muertos y decenas de heridos, así como decenas de viviendas destruidas. En Israel se había reportado un fallecido.

Al decir del prestigioso analista político del diario israelí Uri Misgav, a propósito de la operación Escudo y Flecha, nombre con el que se ha bautizado la más reciente agresión a Gaza, «la orden de lanzar bombas de precisión contra apartamentos de familia, con resultado de la muerte de mujeres y niños y de otros civiles ajenos a la Jihad Islámica, es flagrantemente ilegal». En su opinión «los pilotos debieron rechazar la orden».

En los comentarios que siguieron a su publicación se registran voces que acusan a la casta gobernante de crear «un estado de apartheid».

«Estos crímenes, escribió otro suscriptor, inflaman los deseos de venganza islámica, y eso es lo que procuran para asestar nuevos y más atroces golpes a la población palestina».

La Operación Escudo y Flecha es un flagrante crimen de guerra, consciente y deliberado. Y los partes militares resultan risibles al destacar como una heroicidad el regreso sanos y salvos de los pilotos, como si en algún momento estuvieran en peligro, a sabiendas de la superioridad e impunidad con la que incursionan en zonas civiles. 

A 75 años de la proclamación del Estado de Israel, la población palestina sigue siendo diezmada de manera brutal, ante la mirada impasible de la presunta opinión pública de naciones civilizadas dirigidas por élites de poder que sin el menor pudor miran hacia otro lado, o hacia la Casa Blanca para inclinar su voto en Naciones Unidas y evitar que ni siquiera se someta a discusión.

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