Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Vacaciones y libros

Autor:

Rosa Miriam Elizalde

Un lector cariñoso me pregunta por qué me animé con una nota sobre Julio Cortázar, la pasada semana. Lo único que se me ocurre responder es que en estos meses de vacaciones, sin muchas noticias y con tanto calor, la literatura es el puerto más seguro para pasarlo bien, estés donde estés, con la ventaja de que un buen libro no acaba jamás allí donde termina: es un mundo en expansión.

Si son creíbles, te rondan para siempre los personajes, los lugares y hasta los mismos autores convertidos en nuestros interlocutores. Algunos te acompañan de tal modo que si entraran por la puerta de tu casa diciéndote, por ejemplo, «Hola, yo soy Cosette», ni siquiera repararías en el traje que lleva —«vestido largo y sombrero de crespón blanco», así iba del brazo de Jean Valjean en París, nos diría Víctor Hugo—, y la invitarías a tomar un café, como si hubiera llegado una vieja amiga a saludarte después de una larga ausencia.

El más común fetichismo literario consiste en visitar casas y museos de escritores, olfatear sus prendas, objetos, manuscritos, con la curiosidad y la reverencia con que otros tocan las reliquias de los santos. Solía dedicar los domingos a las peregrinaciones a la Finca Vigía —donde vivió Ernest Hemingway— y a Trocadero 162 —la casa de José Lezama Lima—, lugares que terminaron desdibujando en mis recuerdos los límites temporales entre mi vida y la de ellos, esa lejanía que solo en la literatura y en los sueños casi puede tocarse con las manos.

Por eso, cuando hace un par de años estuve en París para una reunión de trabajo y me preguntaron a dónde quería ir, preferí llevarle dos rosas rojas a Julio Cortázar en el cementerio de Montparnasse, su última dirección conocida. «La tumba es como un útero al revés», escribió otro argentino, Ernesto Sábato. Prefería —repito— hacerle la visita al amigo muerto, que me regaló sin yo pedírselo algunas de las páginas más inquietantes que conozco, en vez de seguir la ronda turística previsible, siempre debajo de los proyectores y los flash de las cámaras japonesas, en escenarios que parecen maquillados para una película y no los lugares que fueron hace cientos de años.

Evocar significa «llamar a la memoria». Más que la arquitectura y tanto como la música, el poder de evocación de la literatura es infinito. Con un buen libro entre las manos, en una isla desierta o entre la multitud, nada nos impide establecer un diálogo con la memoria y los espíritus de otros, y a la vez, con nuestros propios fantasmas y nuestros recuerdos. «La literatura nos enseña que una facultad sensorial puede desatar la memoria, hasta constituir en ocasiones el punto de partida de toda una obra», declara el escritor italiano Antonio Tabucchi, en un ensayo sobre el tema, y añade: «a veces una sola sílaba puede desencadenar un universo».

En Cada cual a su manera, Luigi Pirandello lo expresaba a su modo, cuando buscaba un por qué a esta especial capacidad del arte y del artista, que a los simple mortales nos permite sentirlos familiares y hasta íntimos, aunque físicamente habitaran otros siglos y otras culturas: «¿Es que no quieres darte cuenta de que tu conciencia significa precisamente ‘los demás dentro de ti’?».

Cierro esta crónica de verano, esta carta de amor a la literatura —territorio nada desdeñable para los fugaces días de las vacaciones—, con una frase que pone todo lo dicho hasta aquí frente a un espejo. ¿Conocen la definición que Schopenhauer dio de la vida? «Un libro leído una sola vez hace mucho tiempo».

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