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Mi tía

Autor:

Juventud Rebelde
La palabra «tía» siempre me resultó entrañable. Será por las natillas de mi tía Nena que llenaban el aire con su inconfundible olor a ternura; por el abrazo enorme de mi tía Gina, que ya no tiene manos para dar; por los ojos de mi tía Gloria, donde late la bondad, pequeña como una semilla.

Por nada del mundo, le hubiera dicho tía a una persona desconocida. ¿Cómo vaciar de sentido una condición que ellas llevan con tanto orgullo?

En fecha reciente, le pregunté a unos estudiantes que salían del preuniversitario, por qué utilizaban esas formas:

—¿Tía o compañera, qué más da?, me respondió uno de ellos. Es solo una palabra, agregó.

—¿Y le parece poco?, le respondí.

Una palabra nunca es cualquier cosa: una palabra es la expresión de un pensamiento. Una palabra viste mejor que cualquier traje, porque habla de la actitud de quien la dice. Una palabra, define.

La primera vez que le dije «tía» a una señora que no era hermana de mi padre ni de mi madre, fue en séptimo grado, en una «escuela al campo». La cocinera tenía aquel rostro noble, sus manos callosas le asomaban por el hueco del comedor, nunca la escuché alzar la voz... Ella se ganó el «tía» con su cariño, ella fue una excepción.

Para algunos, los términos de «tío» y «tía», sin tener en cuenta distinción ni familiaridad, devienen de esos ambientes de convivencia común (becas, escuelas, movilizaciones), mas en el posible origen radica también el equívoco. Los contextos y las cercanías determinan los modos de hablar, las palabras y los tonos escogidos. No cabe aquí confusión posible.

Un desmedido «tú» cuando es pertinente un respetuoso «usted», es una pedrada lanzada en pleno rostro. Una es la manera de dirigirse a un compañero de estudios o trabajo, y otra al profesor, sin que ambas dejen de ser respetuosas. No se puede tratar a una persona a la que vemos por primera vez con las mismas licencias que nos podemos tomar con un amigo, siempre que medie la mutua aceptación. Parecen verdades de Perogrullo...

Nuestro sistema de enseñanza debe tratar el tema con profundidad, nuestros medios deben abordarlo con su arte; porque no se trata de un asunto estético o lingüístico, de pedanterías o remilgos: la forma de dirigirse a una persona es muestra inequívoca de nuestro nivel de educación.

A una sociedad como la nuestra, que ha logrado un alto índice de esperanza de vida, le urge prepararse para convivir con personas de la tercera edad, guardando hacia ellas la debida cortesía y respeto.

¿Acaso los más jóvenes habrán jubilado la palabra «compañero», esa que deviene de compartir ideas y aspiraciones comunes? ¿Les parecerá vetusto el vocablo al que se refería con orgullo nuestro poeta nacional Nicolás Guillén en su famoso poema Tengo, «compañero como se dice en español»?

¿Y la palabra «señor»?

En nuestro país, el término cargó sobre sí el tufo a humillación de una sociedad clasista. Luego —sacudidas ya las servidumbres—, se asoció casi en exclusiva a las personas añosas, como si un joven de 20 no fuera tan señor como uno de 70. Su uso en los años recientes, reservado a trámites oficiales, hoteles, aeropuertos... pareció envolverle en demasiada formalidad; pero es hora de recuperar la palabra en su esencia: «señor» es un término universal, asentado en la tradición castellana para dirigirse a una persona del sexo masculino, sin importar la edad. Ni más ni menos.

A nadie molestó cuando el genial narrador Boby Salamanca identificó a Luis Giraldo Casanova, con aquella frase de «El señor pelotero»; ni cuando a Elena Burke la bautizó Orlando Quiroga como «La señora sentimiento». Todos sabían que era la cortesía de todo un pueblo, el tributo a la grandeza.

Imagine usted que asiste a la apertura de un espectáculo, que se reúne para escuchar una conferencia o una intervención, que va a un homenaje... y todo comienza con estas frases: «Tíos y tías... en el día de hoy...». Suponga que recibe una carta, y cuando rasga el sobre, la primera palabra: «Estimado puro...»

Fui testigo de un hecho que resultó la chispa para este comentario. En una parada de guagua, un joven pide el último. Ensimismada tal vez, la reacción de esta persona fue algo tardía... «¡Usted está sorda... tíaaa!», le gritó. La señora se viró hacia él: «Óigame, yo no tengo sobrinos... el único que tenía se me murió hace poco en un accidente. Nunca me hubiera dicho que estoy sorda... Yo no puedo ser su tía».

Vi encogerse al joven ante aquella respuesta.

Y es que ni tíos ni sobrinos se encuentran en la parada de un ómnibus o en la cola del pan. Una relación como esa no se puede inventar a voluntad.

Digámoslo de una vez: afabilidad no es exceso; desenfado es igual a espontaneidad, pero nunca sinónimo de una confianza inexistente. Educación es mucho más que libros y cuadernos.

Algunas palabras podrán pasar. El respeto, nunca.

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