Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El fruto de la almendra

Autor:

Luis Sexto

Espero que estén de acuerdo en que, entre los cubanos, se dirime hoy un debate. Para algunos podrá sonar heréticamente el término debate. Pero no creo que vivamos en una especie de arca que nos encuadre en una alianza con el silencio, la pasividad y la resignación. Por supuesto, si debatimos, damos señales de andar litigando contra los fantasmas del descrédito y la desesperanza.

Es, no lo niego, un debate cauteloso, sin apenas alzar la voz. Y en una de sus partes, parece localizarse en esta disyuntiva: centralizar o descentralizar. Necesariamente, no tienen que resultar una especie de antinomia. Pero pudieran derivar en un conflicto interminable si ambas categorías, más que con sentido práctico, se asumieran desde rígidas doctrinas o cómodas posiciones. En cualquiera de estos dos extremos, se estaría obviando que vivir significa afrontar, en cada jornada, una mezcla de conveniencias e inconveniencias renuentes a ser conducidas solo por las ideas y la voluntad. El sentido práctico también pide un espacio.

He de citarme ahora para conectar esta nota con un pensamiento inconcluso. Hace dos semanas, en el texto titulado Atentado al pudor, dije, como quien descubre el congrí, que en Cuba no era conveniente centralizar todas las soluciones, ni descentralizar todos los problemas. Si así lo hiciéramos hoy, como en otros momentos, tal vez la norma pedagógica de error-aprendizaje, derivaría en la fórmula error-error, es decir, rectificar incurriendo en el mismo equívoco que se pretende corregir. Así, no habrá solución y el problema se agrava dejándonos una sensación de incapacidad para romper el círculo vicioso donde por momentos aparenta estar encerrada nuestra sociedad.

El peligro de encallar es real. No creo que alguien dude de que cierta resistencia a descentralizar, mediatiza hoy algunas medidas concebidas recientemente con el fin de readecuar, de modo justo y creativo, estructuras y concepciones tan estrictas que, como mínimo, amarraban un brazo o una pierna, y en particular la cabeza, de las fuerzas productivas. Se retarda, se embaraza —según declaraciones de expertos bien informados— el pago por los resultados del trabajo, que equivale a decir, la descentralización de un salario que remuneraba por igual, sin reconocer las diferencias entre el más y el menos productivo, o el menos y el más eficiente.

Hagamos una analogía. En mi infancia, para comer la semilla de la almendra había que «machacar» su corteza con una piedra. Los niños de hoy habrán de hacer lo mismo. Y con el tiempo uno ha aprendido que la almendra es un fruto «descentralizado»: tiene un núcleo sólido, rodeado por una coraza de «lados fuertes». Para llegar al centro hay que «machacar» el blindaje que lo preserva. A mi juicio, esa es la relación dialéctica entre la centralización y la descentralización: asunto de seguridad y supervivencia.

Sin querer posar de mago, ni de especialista, creo advertir que en la más cabal estructura descentralizada, puede albergarse el parásito centralizador. Fijémonos, una empresa, si se organiza verticalmente, de arriba a abajo, en cualquier momento puede obviar su finalidad básica. Y para evitarlo, urge de la línea trasversal de la democracia. Por ejemplo, en las nuevas empresas agropecuarias que comprarán y comercializarán las cosechas, y alquilarán, incluso, maquinarias a los productores, qué papel tendrán los trabajadores, y la sección sindical, y el núcleo del Partido: ¿Solo el de oír, asentir y obedecer lo que el director o el presunto consejo de dirección decidan?

Habrá que andar con cuidado —dígolo como el último entre muchos. Ha de inquietarnos la existencia de un problema que hasta ahora nunca ha tenido solución: muchos de nuestros cuadros están habituados a mandar obedeciendo lo dictado desde niveles superiores, no a dirigir en el juego exigente, agotador pero seguro del sí y el no del raciocinio, y quizá de pronto, como si nadie se diera cuenta, la gestión empresarial se convierte en una operación rodeada de muelles, colchones y otras suavidades que más que el bien común, procuran solo la comodidad del nuevo ente burocrático. ¿Qué vínculo existirá, también, entre las asambleas municipales y las nuevas empresas agropecuarias, y entre los productores y compradores al por mayor?

No me reprochen las dudas. Un filósofo, demasiado conocido para mencionarlo aquí, exaltó la duda como método. Tal vez podamos decir: dudo, luego pienso, de modo que nos protejamos de la «centralización» que, cuando no es necesaria, limita y retrasa.

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