Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Con el Royal en el kilómetro cero

Autor:

Luis Luque Álvarez

Si la montaña no va a Mahoma, Mahoma va a la montaña.

Y si, por razón de espacio, miles de personas se quedaron sin poder entrar a la sala García Lorca para admirar las primeras actuaciones del Royal Ballet de Londres en La Habana, ¡pues el Royal fue a la montaña!, es decir, al público...

Era un espectáculo asombroso. No, no el de los pas de deux interpretados por Viengsay Valdés, Tamara Rojo, Carlos Acosta, Joel Carreño, Federico Bonelli y otras figuras de renombre. No: estos ya eran oro bruñido y ovación segura. Lo peculiar del caso es que, ante las pantallas colocadas frente al Capitolio, cientos y cientos de espectadores disfrutaban extasiados los elegantes giros de los bailarines, sus destrezas y equilibrios, y la cortés reverencia de la directora de la compañía danzaria británica, Monica Mason, ante Alicia, siempre dueña del escenario.

«Tengo que escribir esto», me dije, y lo hago. Sentada en los mármoles democráticos estaba la pluralidad: nacionales y extranjeros; jovenzuelos, niños, ancianos; gente en short y camiseta; cámaras en guardia, manos que sostenían pizzas de escaso queso y latas sudorosas; «el maní y la chicharrita, vamo’»; y hasta tres divertidos señores que, corriendo el etanol a la par de los glóbulos rojos, protestaban cuando alguien se les colocaba delante, buscando posición: «¡Psst! (¡hip!), compañerita, córrase pal’lao, que no me deja ver»...

A cada movimiento más allá de lo espléndido, a cada instante iluminado, le seguía un concierto de aplausos; un acuerdo tácito entre tantos desconocidos, de que era necesario premiar, hacerse escuchar por los que, a unos cien metros, tras las gruesas paredes del teatro, les ofrecían su arte. Era un gesto de fidelidad y gratitud.

Y fue correspondido. Los bailarines, en un intermedio, salieron del pulcro ambiente de la sala teatral y se llegaron hasta el Capitolio, a saludar a ese público informal y tan fiel que esperaba en la escalinata. Una experiencia digna de contarse —como aseguró Carlos Acosta ante la multitud—, a nuestros hijos y a los hijos de nuestros hijos. O más allá, quizá. Es un verdadero testimonio de cómo el arte unifica a los espectadores, los hace hermanos en la contemplación de la excelencia, e invita a las diferencias a esfumarse. Todos somos uno, cómplices de aplausos ante el joven inglés, el italiano, la cubana o la española que se entregan como si les fuera la vida en el valor de esos minutos. Allá adentro, sí, entre esos geniales decorados decimonónicos; pero también aquí, junto a estos faroles tristes, entre el murmullo, la canícula nocturna de este julio que parece agosto, y el humo molesto del cigarro de aquel majadero.

Todos ahí, justo en el kilómetro cero, pendientes de la imagen en las pantallas. Ya comienzan... Es el Royal. Son los nuestros. Es la historia...

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