Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El viaje de Magallanes

Autor:

Luis Luque Álvarez

Tras el azote de una plaga entre 1845 y 1849, en los vianderos de Irlanda no quedó ni una papa. Además de los dos millones de muertos que provocó la hambruna, otros dos millones de irlandeses empacaron y se fueron a lugares tan distantes como Chile o Australia, y claro, a EE.UU.

La isla, colonia británica hasta 1920 —aún queda un pedacito colonial en el norte, pero no es el tema— vivió durante buena parte del siglo XX en la cola de Europa, y muchísimos de sus nacionales siguieron partiendo a otros sitios, hasta que, en los años 90, el aumento de las inversiones extranjeras —principalmente norteamericanas— hizo que se detuviera el flujo de salida. Hoy, Irlanda tiene 4,4 millones de habitantes, de ellos, 170 000 extranjeros (fundamentalmente británicos, polacos, lituanos y letones), que llegaron en busca de su oportunidad.

¡Ah!, pero cuando el huracán financiero golpeó a la economía estadounidense, en el país de Enya las empresas comenzaron a despedir a la gente (hoy el desempleo está en el 13 por ciento), y los irlandeses, como signados por un misterioso hado, han vuelto a mirar más allá del mar.

«No hay trabajo aquí, por eso estoy considerando salir», cuenta al diario La Tercera, de Chile, el ingeniero irlandés David Kavanagh, de 23 años, que aún no ha podido aplicar lo estudiado. Canadá es su objetivo. Y quizá sea el de otros más. Las estimaciones del Gobierno irlandés indican que 50 000 ciudadanos se irán adonde no se les vea el pelo, y no huyéndole a la plaga de la papa.

Para los analistas es mal indicio: cuando llegue el momento de la recuperación, no estarán allí los cerebros y los brazos necesarios. Y los irlandeses han demostrado su capacidad de «aplatanamiento» en cada lugar en el que se han instalado —en Nueva York, sería más adecuado decir «amanzanamiento»—, de modo que ¿valdrá la pena volver?

Más abajo, en el propio mapa de Europa, están los portugueses. Como los intrépidos Vasco de Gama y Magallanes, salen en busca de nuevas tierras, porque la crisis aprieta el «zapatinho».

¿Adónde miran? A Angola, que es, con Nigeria, el segundo mayor productor de petróleo en la región. Según cifras publicadas por el sitio The Global Post, en el país africano residen hoy unos 100 000 portugueses, 75 000 de los cuales han arribado desde 2007 para ocupar plazas en la ingeniería civil, las telecomunicaciones y la banca, debido al escaso personal calificado. Como se ve, las huellas del pasado de explotación aún le son útiles a la ex metrópoli

¿Alguien más se lanza allende los mares? Por supuesto, los españoles. Con una tasa de desempleo del 20 por ciento, Madrid ha ofrecido incentivos económicos a los inmigrantes que deseen retornar a casa. Pero no se marchan solo ellos. Según el diario El Mundo, «pilotos españoles buscan empleo como camareros en Dublín, obreros de la construcción levantan edificios en Argelia, y profesores dan clases de español en Eslovenia o Croacia».

El país ibérico, anclado en el atraso durante el franquismo (1939-1975), constituyó fuente de emigración al menos hasta 1973, y tras su entrada en la Unión Europea, en 1986, se volvió atractivo para los trabajadores de otras latitudes. Pero el modelo económico, con fuerte acento en la construcción, pasó factura en cuanto la crisis tocó a la puerta, y en los dos últimos años, 110 931  españoles se han marchado. Nota curiosa: seis de cada diez han venido hacia América Latina, y de todas las comunidades españolas, es en Galicia donde más personas han hecho las maletas: un 20 por ciento del total nacional.

Como desahogo económico, sirve, y también como botón de muestra para ilustrar —a los eurocéntricos que lo habían olvidado— cómo se ha de recibir al que emigra por pan. Pero esté atenta Europa, «avive el seso y despierte», a la hora de ver si el neoliberalismo y sus crisis no terminarán dañando demográfica y, por tanto, económicamente, a un continente que envejece y que gota a gota —entre quienes cogen la ruta de Magallanes y quienes creen que los hijos son una castración de su libertad personal— se despuebla.

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