Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Cheques

Autor:

Enrique Milanés León

Un alambre punzante divide Guantánamo. Y aunque el mundo lo crea, no es cosa nueva. Allá por 1903 Tomás Estrada Palma, inaugurando un largo capítulo de robos, les arrendó a los yanquis, a precio de feria y perpetua concesión, algo que no era suyo: la mejor tajada de aquella bahía.

Desde entonces, los «americanos» nos roban el mar, consiguiendo lo que mucho tiempo después creímos era una metáfora del despojo inventada por la fértil imaginación garciamarquiana.

El tiempo pasó y pesó. Ayer hizo diez años que el Gobierno de Estados Unidos, con una veintena de presos de estreno, relucientes reos color naranja, estableció allí la cárcel más cara del mundo. La tortura a cada detenido le cuesta 800 000 dólares por año. Nadie podrá calcular la internacionalísima factura de lágrimas.

El verdugo no solo es mudo; también calla a la víctima. La insensatez que se aprecia es apenas la nariz de un iceberg de vidrio hiriente y de gélida alma. Se sabe que junto a presuntos terroristas allí fueron a parar ancianos con demencia senil, maestros, granjeros, adolescentes sin causa probada ni bombas probables.

Omar Kahdr fue detenido en Afganistán con solo 15 años. Lo llevaron al pedazo oscuro de Guantánamo. Le hicieron de todo: le encarcelaron el sol, le quitaron a su astro toda condición «real» y el derecho del descanso. Omar no tenía noches y vivía condenado a la luz eterna, la vigilia sin fin, el destello inacabable que para muchos preludia la muerte. No había luna ni estrellas posibles para él.

Es solo un caso. Dicen que aún quedan allí 171 «combatientes enemigos». Tal vez nunca se sepa claramente cuántos son. Tal vez la cifra exacta sea lo de menos. Es mucha cárcel esa cárcel; condenó a pena capital la palabra de Obama (promesa que murió indignamente, sin combate); esa prisión se bebió de un trago brusco a Ginebra con todo y Convención; esa cerca burló en alambres torcidos los derechos más humanos.

A la vista del crimen, Cuba es una Guajira Guantanamera que lleva más de un siglo cantando décimas rebeldes, entre versos libremente sencillos de Martí, para arrancar de su tierra la huella de bota y la mala semilla.

Cada año Washington hace un papel a La Habana para pagar su presencia. Y la Isla no cobra esos cheques de 4 085 dólares. La dignidad no se alquila. Cuba los colecciona para mostrarlos en un museo que aún no existe: el que abrirá allí mismo, en aquel lado de Guantánamo, cuando Estados Unidos libere el pedazo de bahía que manchó de naranja.

 

 

 

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