Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La ciudad de Poncio

Autor:

Marianela Martín González

Poncio, un loco bendito que conocí en mi infancia, fue capaz de ejercer el jamás proclamado y necesario derecho humano de soñar. Por su culpa, la palabra locura no me asusta, y casi siempre encuentro mucha más claridad en esos seres ensimismados que en ciertos cuerdos de atar.

Luego de más de 40 años se me aparece con sus ojos desorbitados. Lo veo claramente cuando me encuentro con personas que, como él, perdieron la brújula para lidiar racionalmente con el «código genético» de este mundo.

La satisfacción de fugarme, al menor descuido de mi madre, para escucharlo conversar con las plantas de tomate y los ciruelos se reincorpora a mi recuerdo cada vez que veo a alguien con su estampa: magra y con una sonrisa tatuada como para disimular lo que perturbó su existencia.

Suelo verlo calentando los pichones derribados por las tormentas, en un deforme fogón, hecho seguramente por sus manos, a semejanza de lo que habitaba en su cerebro.

Todavía puedo sentir sus canciones, las cuales desataban las carcajadas de mi madre, quien, al verlo ya cerca de nuestra puerta, tragaba su risa y me mandaba a esconderme «porque ese loco es un peligro». Al marcharse, en la mesa aparecía una lata oxidada repleta de ciruelas o los tomates más deliciosos que recuerdo en mi vida, cultivados con el extracto de toda la basura que poblaba el terrenito de Poncio, de no sé si una milésima de hectárea, pero que lo hacía creerse un campesino.

En aquel tugurio —donde no sé quienes dejaron allí a Poncio, a la buena de Dios— aprendimos un grupo de niños a desmitificar temores, y a crear nuestras leyendas, siempre conducidos por la imaginación de un hombre que parecía flotar fuera del planeta, como un explorador. Desde su patio divisábamos la Ciudad de los niños, donde según sus descripciones había cuanto puede seducir a un pequeño.

Su imagen menos querida tampoco me abandona. Una tarde irrumpió colérico en mi casa y le arrebató el radio a mi madre, que todos los días sintonizaba un programa dedicado a la música de José Tejedor, y que Poncio decodificaba como un ruido insoportable. Tal vez los temas del famoso cantante eran muy terrenales para quien confundía cocuyos con estrellas y llamaba bosque a una pequeña huerta de escasos canteros.

Mi última travesía con aquel Quijote fue para visitar la Ciudad de los niños. No recuerdo cuántos éramos, pero formábamos una cuadrilla de enanos felices que deseábamos encontrar lo que solo habitaba en el mundo de Poncio. No bien habíamos subido apenas unos cuantos metros de aquella loma, que todavía exhibe su torre misteriosa a las afueras de Bejucal, cuando alguien avisó a la policía y fuimos devueltos a nuestros padres con una reprimenda que ya olvidé.

Quizá Tomasito, o William, o Marisol, niños que supieron como yo del mundo interior de ese hombre, lograron llegar a la ciudad soñada. Cuando me mudé y me alejé de Poncio y mis amigos, cada vez que pasaba por el Hospital Psiquiátrico de La Habana preguntaba a alguno de mis padres si aquel hombre, que nunca me inspiró temor, estaba entre los que se mecían en los sillones que se observan desde la Avenida de Boyeros.

No logro imaginarlo de otra manera que no sea entre todo lo que creó con aquellas manos suyas hechas solo para trabajar. No lo imagino en la inopia, sino planificando llegar a aquella ciudad paradisíaca adonde había escapado su Dulcinea, la que, dicen algunos, él se inventó para no morir de soledad.

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