Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El impostor

Autor:

Luis Sexto

Bajo la luz diurna o durante la noche, a cualquier hora, entra en esta empresa, tienda, o en aquel restaurante… Pocos, sin embargo, lo reconocen. Desde oficinas donde la sociedad es como un cuadro en la pared, suele calificársele con categorías burocráticas: usuario, consumidor, títulos que legitiman el concepto de que es un impostor carente de derechos. Posiblemente, un fantasma.

De qué otra manera que no sea un borrón ectoplasmático vemos el contenido que entrega cuerpo a esta palabra de prosapia latina tan antigua: cliens, clientis. En épocas distantes, presumía de estar llena de poder frente al que vendía un objeto u ofrecía un servicio.

Entre nosotros, el cliente ha existido como con la identidad secuestrada. Alguna alquimia insolente conjuró la fórmula sustituta: Lo que te den, cógelo. No olvides que eres usuario o consumidor. ¿Será por ello que el gerente de una gran tienda, según me dijo fuente acreditada, se negó a recibir al presidente de un organismo que solo venía a proponerle agregar nuevos valores a «su» encristalado establecimiento? En términos de la inteligencia comercial, el visitante se clasificaba entre los «clientes influyentes». En otra gran tienda, un director alegó que no probaba los ventiladores en nombre del derecho a vender a toda costa: Por su baja calidad, si los pruebo, vendo muy pocos. Lo hemos de admitir, cualquiera disminuye su relevancia al entrar en un establecimiento o empresa en cuya ética y lenguaje la definición de cliente ha sido abolida.

¿Acaso nos hemos preguntado por qué el cliente recaló en los suburbios del usuario y su afín el consumidor? A mi parecer, la palabra asusta. El cliente, en teoría, ejerce la función de un reloj: su activo tic tac advierte que se siente satisfecho, conforme con el tratamiento en esta empresa, tienda, bodega, tarima. En cambio, si la presencia cesa o disminuye, el tic tac empieza a sonar hacia atrás, como la cuenta regresiva antes del disparo de un cohete. El cero implica el fracaso del que vende o sirve, cuando el cliente puede oponer un dedo húmedo al aire y elegir un proveedor distinto. El cliente, así, propietario de sus decisiones, inscrito en el diccionario razonado de las relaciones económicas, posee la capacidad democrática de demandar y tendría siempre la razón.

Qué más desearíamos, pues, que evolucionar hacia el cliente. Y erradicar esa fantasmal presencia que ni aun en el mercado por cuenta propia, consigue el reconocimiento. Dime, viandero, quién soy. Y el comerciante o el productor de allí, de acá, de enfrente siguen viendo en aquella sombra blanca, sin cara, sin nombre, la víctima de una sangría en la calidad, la pesa, el precio o el vuelto.

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