Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Qué no nos debe faltar

Autor:

Luis Sexto

El escritor martiniqueño Alfred Melon sostuvo en un libro poco recordado hoy, que Cuba era uno de los países con mayor per cápita de poetas. Pudo haber suscrito una hipérbole, figura retórica tan afín a los cubanos por nuestra recalcada tendencia a la exageración. Sin embargo, desde cuando lo leí hacia la década de 1970, creí en la certeza el aserto del cubanólogo Melon.

Somos, en efecto, un país de poetas. Hondos y musicales muchos; sordos y arrítmicos otros. Por tanto, esa mensurable sensibilidad proclive a las lágrimas aun en la dicha y dispuesta al canto ante un amanecer somnoliento, nos faculta para ver el refulgir de símbolos y metáforas en la historia de Cuba. Nos ocurre con José Martí, a pesar de que es vario, ancho, multiforme. También insustituible,  inigualable. Redondea la suma de cuanto de inteligente, de heroico, de útil se estableció en nuestra esencia cubana.

En todo cuanto se refiere al fundador de la independencia, y al arquitecto del papel de Cuba como nación en la boca del Golfo de México, solemos hallar hasta un nuevo concepto de milagro. El milagro poético. Coincidencia tropológica resulta que Martí muriera en la confluencia de dos ríos seminales, cuyas aguas acompañaron a nuestros aborígenes en la porción más abrupta y arbolada donde surgió por la tozuda rebeldía de un taíno oprimido, el primer pueblo hispanocubano fundado por indios: Jiguaní. El Cauto y el Contramaestre. Dos ríos. Dos lenguas que murmuran la honra de haber recogido en sus márgenes la sangre de Martí.

Allí mismo, en 1995, cuando el centenario de su muerte, me fijé que era rosado, como de sangre ingrávida, el tallo de las flores que entonces crecían en torno al obelisco donde el cuerpo del Delegado se acunó en la tierra ya redimida por el peso de su obra.

Martí tal vez no sea el misterio de la socorrida síntesis de Lezama. No debe de serlo. Pues lo afectaría el riesgo de ser deificado, como jinete sobre un relámpago. Y aunque nuestra poquedad impida que nos apareemos a él en virtud, lo prefiero como el ideal que va a nuestro lado. Ideal humano y decálogo social de la única servidumbre meritoria: la de la Patria ejercida como servicio entre todos.

Si me preguntaran qué rasgo, qué gesto, qué frase de Martí no nos debe de faltar, ¿debería ir acaso a registrar los prontuarios donde se explayan las frases martianas más certeras, más audaces, más originales? No; no me levantaría a hojear los diccionarios donde se hallan las definiciones para cada problema, y las soluciones para cada empeño. El Martí fraseológico dejaría de ser el símbolo y la metáfora de nuestra existencia como pueblo. Ahora urgimos de un Martí más líder cercano, más dúctil maestro; ahora cuando de la resistencia a dejar de ser lo que la Revolución nos propuso ser, el país pasa a la persistencia de continuar siéndolo con métodos más prácticos y más efectivos, con más brazos y más hombros conscientes de su papel decisorio.

Para responder, pues, evocaría las jornadas de Martí. Treparía la ladera hasta el cono donde la reciedumbre de su personalidad parece estallar en una cosecha de sueños. Y extraería eso de lo que no puede prescindir Cuba en sus encrucijadas, en su vocación independiente, en su programa de justicia estorbado por trampas ajenas, y equívocos y manquedades propios.

Propongo, sin mérito para atreverme, que no nos debe faltar el Martí abnegado, ese Martí viril que no reclama, que renuncia a honores, y acata pesares, para que la Patria tenga expedito el tránsito hacia la independencia y el bien con todos y para todos. Con todos los que quieran vivir para Cuba y no vivir de ella.

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