Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Fantasmas a la zanca*

Autor:

Ricardo Ronquillo Bello

Nicasio Guerra no levantaba tres cuartas del piso cuando se le apareció el primer y único espectro que ha visto en su vida.

Amanecía en las sabanas camagüeyanas de Pueblo Nuevo, y una neblina fría, que no dejaba ver ni una yegua a tres pasos, humedecía la hierba, y hasta la blanca cáscara de las palmas.

El muchacho se había levantando exactamente a las cinco de la mañana. Le había servido de despertador el cantío del gallo corne que dormía en la guásima del patio, pues el animal parecía llevar en el pecho algún cruce genético con Pavarotti.

La guarandinga paraba a las seis en punto frente al algarrobo de la casa de Celino, si los fanguizales del terraplén, espoleados por el torrencial aguacero del día anterior, no la dejaban empantanada en alguna cuneta.

No bien se había tomado la sambumbia —que ese amanecer le sabía más aguada que de costumbre—, cuando se lanzó al trillo oscurísimo a la caza de la guagua, mientras le crecía la penita con la que se había levantado en la boca del estómago.

Ese latir de miedo le había ido creciendo desde que la noche anterior el viejo Ambrosio, recostado en un asiento de cuero y entre tandas de escupitajos, había puesto a desfilar a todos los fantasmas famosos a la redonda, en la semipenumbra del patio alumbrado por las chismosas.

Aquella noche Nicasio supo de cuando a Emerlindo se le montó a la zanca del caballo una mujer vestida de blanco, en la misma mata de mango de después del arroyo, por la que ahora tendría que pasar. El jinete no supo a qué atinar; y los exagerados afirman que desde ese episodio era albino, porque en verdad había venido al mundo de otro color. Era como si del espanto se le hubiera pegado la pigmentación del aparecido.

Entre historia e historia descubrió con oídos y ojos de niño horrorizado que la casa de guano de su familia parecía tener alguna extraña fuerza de atracción gravitacional para apariciones, espíritus, sombras y toda clase de espantajos.

Desde unas palmitas de jardín, ubicadas exactamente frente a la puerta de esquina de su cuarto, unas luminiscencias, con apariencias de enormes estrellas fugaces —luces de Yara les llamaban los «fantasmacólogos» del batey— habían dejado petrificados a sus padres, cuando venían de una de esas charlas guajiras nocturnas.

Varios muertos vestidos de blanco —como curiosamente siempre sucede con esas apariciones— habían escogido para hacerse visibles la rechoncha palma donde se les partían los cocos a las gallinas, la mata de marañones rojos del fondo y las de ciruelas del otro lado. No eran pocos los visitantes nocturnos que en vez de llegar a la casa, como esperaban, se les sentía salir despavoridos como almas que se lleva el diablo. Tampoco faltaban los especuladores que juraban y perjuraban que en ese pedazo de mundo debía esconderse un gran tesoro y que aquellas visiones no eran más que sus celosos guardianes.

Otro cuento que dejó escalofriado y perplejo a Nicasio fue el de la magia negra que se había apoderado de las madrugadas en la casa de Pedro Emilio, un campesino colindante que se decía no había podido pegar los ojos durante años. Se lo impedían el ruido de los balances meciéndose solitarios, las puertas chillonas de los escaparates abriéndose y cerrándose, y hasta los golletazos que le propinaban manos misteriosas que salían de la nada apenas se le estaban cerrando los párpados.

Así que el pequeño Nicasio salió al trillo oscuro aquel amanecer con el corazón que se le salía del pecho. En la cabeza se le amontonaban todos aquellos espectros. Cada rama de monte que se mecía le paraba los pelos de punta, y los poros del cuerpo se le salían de sus cauces como si en vez de hoyitos de piel tuviese burbujas.

En esos sustos imaginados andaba cuando pasó frente a la mata de mango de después del arroyuelo, el mismo donde Emerlindo contó que le habían salido güijes, unos chichiricús lo mismo blancos que negros.

Un pequeño ruido en el tronco le hizo parar las orejas como un resorte. Para calmarse el «pendejerismo» se dijo que aquello era un mango maduro que se había caído por la fuerza de la brisa. Pero el niño Nicasio —que tanto los había comido— nunca los había visto caminar en dos patas, y mucho menos vestidos de blanco. Desde ese día le dicen «el mudo».

*Un homenaje a la tradición oral de mi Pueblo Nuevo esmeraldeño natal.

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