Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Cuando narré un continente

Autor:

Reinaldo Cedeño Pineda

¿Qué hago aquí, detrás del cristal? ¿Cómo asomarme a todo un continente? Es 1991; 11nos. Juegos Panamericanos, torneo de softbol femenino, Santiago de Cuba.

Estrené mi título de periodista en el estadio antes que en los medios. No podía dejar pasar un acontecimiento semejante. Quería ser parte de él, estar en él. En mi pecho lucía una flamante credencial pana-mericana. Era nada más y nada menos que… el anunciante del estadio. Aparatos de audio relucientes, recién llegados. Un micrófono delante de mí, y yo, con mi voz de estreno, casi de adolescente.

Miro hacia atrás y solo encuentro una palabra: osadía.   

¿Mujeres jugando béisbol?, me preguntaban algunos no habituados, no entrenados. Softbol, rectificaba con orgullo, mientras me encaminaba al estadio Pepín Carrillo del distrito José Martí, muy cerca del cementario Santa Ifigenia.

Viví todos y cada uno de los juegos. Anuncié las alineaciones y los cambios. Inglés y español. Equipos de nivel mundial animaban la grama, como los de Canadá y Estados Unidos, así como las batalladoras puertorriqueñas, las fornidas chicas de Antillas Holandesas. Siempre han de respetarse a los rivales.

El equipo Cuba fue mi desvelo. Aplaudí aquella medalla de bronce tan luchada. También era mía, me dije donde nadie lo escuchara. Apenas podía controlar la emoción, el temblor, cuando pronunciaba el nombre de las jugadoras cubanas. Un día bajé a saludar a la  receptora Luisa Medina. Era su fan. Era una jugadora de carácter, a estas alturas casi mítica, miembro de aquella hornada que llegó incluso a los Juegos Olímpicos de Sydney 2000. 

Desde las alturas, detrás del cristal, disfruté juegos perfectos, jugué a buscar semejanzas entre aquellas atletas y personalidades conocidas de la pantalla. Me pareció ver lanzar a… Barbra Streisand, a Hattie MacDanield. Y mientras seguía los lanzamientos, mientras me pegaba a las piernas en las corridas, anunciaba los resultados de otros deportes.

Saltaban las abarrotadas graderías del estadio. Saltaban las improvisadas graderías de afuera, en la lomita que quedaba más allá. La llave de la alegría estaba en mi voz.

A la Medina me la encontré de nuevo, pero esta vez era una gimnasta, Lourdes. Hermana de la receptora. Había sido la reina de Indianápolis y lo sería ahora, en la sala Alejandro Urgellés, también en Santiago. ¿Alguien me creerá que recé, que fui juez, que fui el aire mientras lanzaba las clavas, la pelota?

Fueron 140 medallas de oro. Una cifra mágica, increíble. Primer lugar por primera vez. Un año después en los Juegos Olímpicos de Barcelona, en el regreso, sobrevino la hazaña del quinto lugar. Pocas veces se dice: no hubiese habido Barcelona sin La Habana, sin Santiago.

Ahora que Lima será el próximo desafío, que ya nos roza la tierra incaica, no importa que la adolescencia haya quedado atrás, que mi voz se haya tornado grave, que esté lejos. Temblaré igual. Y sé que, con medallas o sin ellas, estaré dando brazadas, ippones, jonrones por Cuba, que estaré gritando ¡Cuba! Cuba, que es siempre mi desvelo.

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