Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Ropa de ocasión

Autor:

Juan Morales Agüero

Una cuadra antes de que llegaran a la puerta del restaurante, quienes aguardábamos para entrar escuchamos su cantaleta. Eran dos hombres y una mujer, y a juzgar por su euforia habían empinado generosamente el codo, el brazo y hasta el alma. Su vestimenta nos hizo suponer que volvían de algún río o de alguna piscina. Detuvieron la marcha ante el grupo.

«¿Quién es el último para comer?», preguntó con voz gangosa el que parecía ser el mayor de todos. Como nadie respondió, dijo, tajante: «Bueno, si no hay último, entonces nosotros somos los primeros». Y ni corto ni perezoso se abrió paso hasta la parte delantera de la fila, justo en el momento en que el capitán de salón salía, daba las buenas noches y comenzaba a llamar por la lista de reservaciones.

El líder de los recién llegados se hizo escuchar. «¡Aquí los primeros somos nosotros!», exclamó, amenazante. El capitán, con toda la cortesía del mundo, le explicó que al restaurante se entraba por la vía de las reservaciones. También le hizo saber que de la forma en que andaban vestidos no podrían entrar. El hombre y sus acompañantes montaron en cólera.

«¿Cómo que no podemos entrar así?» —inquirió, airada, la mujer, todavía con medio traje de baño a la vista. «Estamos en Cuba libre y soberana». Y el segundo individuo, en pantalones cortos y en chancletas: «Quiero ver esa ley, porque en este país todos somos iguales» —exigió, iracundo. Y el líder, con el torso desnudo y un sucio pulóver sobre el hombro: «Voy a quejarme al nivel que sea. ¡Esto es un libretazo de ustedes!».

Cuando frente a los argumentos del capitán ellos hacían oídos sordos y la situación pintaba ponerse fea, se acercaron dos agentes del orden público. Enterados del motivo de la porfía, exhortaron con autoridad a los inconformes a comportarse y a acatar las reglas del establecimiento. El trío cesó de protestar y se retiró, aunque mascullando entre dientes su desacuerdo.

Desde los tiempos de Maricastaña, las personas suelen acudir a los restaurantes correctamente vestidas. No hablo de cuello y corbata o de trajes de noche, sino de atuendos distintos a los usados para ir a una cervecera o a un estadio. Lejos de ser un mero capricho de etiqueta, es una forma de mostrar respeto por esos sitios y por quienes los frecuentan.

A pocas personas se les ocurriría recrearse en la playa o en el campismo enfundadas en su más elegante ropa «de salir». Por lo común, en esos casos se recurre a piezas ligeras, que favorezcan la libertad de movimientos y una amplia exposición corporal. Así, bermudas, camisetas, sandalias, trusas, pulóveres y cualquier otra prenda similar vienen de maravillas para caminar sobre la arena o para tostarse bajo el sol.

En los restaurantes habilitados en esos lugares de solaz está permitido concurrir en trajes de baño, porque precisamente su perfil es atender a ese tipo de público. En consecuencia, sentarse a una mesa descalzos, sin camisa o en trusa no quebranta sus ordenanzas. Empero, otros establecimientos exigen a sus comensales atavíos más convencionales, a tono con el servicio que prestan. Y no por eso son elitistas.

He asistido a graduaciones universitarias y a discusiones de tesis donde algunos invitados ignoraron la solemnidad de esos momentos. En medio de personas vestidas con lo mejor de sus roperos, ellos se presentaron en pantalones cortos, camisetas y zapatillas deportivas. Me niego a considerarlo de buen gusto. ¡Hasta las fotos sufrieron tamaña falta de sentido común!

Un concierto sinfónico, una obra de teatro, una función de ballet, el estreno de un filme o una conferencia magistral constituyen oportunidades excelentes no solo para disfrutar y aprender, sino, además, para demostrar cuán cultos somos en el vestir, aunque nuestra indumentaria no sea de marca.

Hace algunas décadas la mayoría de la gente mostraba escrúpulos para exhibirse en pantalones cortos incluso en las puertas de las viviendas. Los tiempos que corren —a tenor con el cambio climático— son otros, y hoy hasta los abuelitos y las abuelitas desandan las calles mostrando sin complejos sus piernas. Me parece bien ese desenfado.

Lo que no comparto es que, en el instante de elegir el mejor conjunto frente al guardarropa —por deprimido que esté en cuanto a diversidad— se confunda una visita a un restaurante con la asistencia a un partido de fútbol; o un periplo por un salón de exposiciones con echar un pie en el carnaval. El buen vestir no radica en la humildad de lo que se porta, sino en la pertinencia de la circunstancia. Así vistes, así eres.

 

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