Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Selfi con un caradura

Autor:

Liudmila Peña Herrera

Desde lejos calculas que cabes. Montas, das unos pasos —entre empujón y atropello— y te metes en un «huequito». Desde que subes te pegas a la pantalla del celular. Es tu forma de evadirte del tumulto de gente, de ignorar al muchacho que te empuja para sentarse antes de que le quites el asiento, y así poder sumirse en su propia pantalla. Es tu modo de entretenerte mientras el P-16 avanza lento por 23, camino a la vuelta de G.

Estás más pacífica que nunca, a pesar de que vas en un solo pie y la mujer de enfrente se ha volteado con tremenda mala cara —ella que ya trae el moño vira’o simulando una cebolla— y te ha dicho en una forma un poquito descompuesta: «¡Quítate el bolso de alante que me estás empujando!». Pero tú dejaste tu disfraz de Palas Atenea en la casa, te corres dos centímetros de su espalda, te haces la boba y sigues en Facebook.

El muchacho descortés deja el asiento libre, mas te invade un sentimiento de humanismo tan grande que permites que lo atrape la señora que no es anciana, pero tiene más años que tú. Justificas tu acto solidario del día diciéndote mentalmente: «Total, si me quedan cuatro paradas nada más».

¡Ahhh, pero como pueden pasar cosas en cuatro paradas! La guagua está detenida. Hay mucha gente abajo. Imagínate, pleno mediodía. Suben, empujan, se apretujan, te apretujan… Primer «repello». Miras hacia atrás, pero lo dejas pasar. Te recriminas por mal pensada. «Seguro fue un roce sin querer», te dices. Lo más que puedes hacer es intentar correrte un poquito, escapártele de su «zona de confort», por si acaso el hombre es uno de esos asquerosos que se suben a las guaguas para satisfacer sus ganas.

Pero es imposible: no hay espacio. Te olvidas del celular y prestas toda tu atención. El tipo de atrás sigue ahí, con tremendo complejo de albañil.

Sientes que «la cosa» va en serio, así que vuelves a mirar, ahora poniendo tu especial «cara de hígado» que tan poco te cuesta transformar cuando la ocasión lo amerita. El tipo sí que es un actorazo. Está ahí, tan tranquilo y apretuja’o como cualquiera, ¡con una clase’e cara‘e guanajo! Vuelves a regañarte mentalmente. No se puede ir pensando mal de todo el mundo. Este, con esa cara, qué se va a atrever a pegarle la pala a tu pared trasera.

Ahora sí que ya no vas a voltearte más a mirar con cara de malhumor al hombre cincuentón que está tan atorado como tú. «Eso es lo que pasa: está tan pega’o porque no se puede mover», vuelves a pensar y tratas de mantenerte firme, como si contigo no fuera. Tampoco vas a meter un escándalo en medio de esa guagua repleta. Y el tipo ahí, y tú firme. Y él ahí. Y tú sientes que ya es demasiado, que todo tiene su límite.

Ahora mismo estás pensando hasta en la posibilidad de que tu pantalón esté sucio de la inmundicia del tipo, que no puedes seguir diciéndote «Tranquila, no pasa nada». Mete el escándalo, protesta, grita. Enfréntalo. Pero no, tú no te volteas.

Por más que quisieras, no eres de las que no le apena armar «la fea», soltar un pi, un co, un ca y todo un rosario de sinfonías. No eres así, pero algo tienes que hacer. No te quedes inmóvil. Defiéndete.

Buscas la cámara en el celular, tocas el ícono de la foto frontal, levantas el teléfono con aplomo, enfocas y, con total intención, capturas tu imagen en primer plano con la cara de susto del tipo de atrás. La gente ni te mira. A nadie le importa. Posiblemente ni cuenta se hayan dado. Es solo entre el tipo y tú. Y él sí que lo sabe. Tanto, que ves cómo se va moviendo entre la gente poco a poco, como si fuera a bajarse en la próxima parada, pero no lo hace. Te mantienes atenta. Ahora es él quien debe sentir preocupación. Se le nota en la cara. Te acuerdas de los masturbadores que acechaban en las cercanías de la beca universitaria. Otra parada, y otra. Te bajas. Lo sigues con la mirada. Se ha bajado también y camina rápido, en dirección contraria a la tuya, mirando nervioso hacia atrás.

Llegas a la casa, toda iracunda, y descargas tu tensión hasta que no queda nada por contarle a la familia.

Tu esposo rompe el silencio:

—¿Y no le metiste una galleta?

Lo miras. Obvio que no le metiste una galleta. Ojalá, pero no. Sabes que no le hiciste ni un rasguño; pero estás segura de que, al menos por un momento, el tipo caritieso descara’o, sin saber qué ibas a hacer con aquella foto, tuvo tanto o más temor que tú. Ahora sabes que la próxima vez no dudarás. Tienes un arma y no te dejarás amedrentar.

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