Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Una pelea martiana contra los odios

Autor:

Santiago Jerez Mustelier

Tengo la profunda convicción de que Martí es un amuleto contra todos los odios. Refugio frente a lo siniestro. Frente a la coraza y la frialdad.

La colega y cronista Alina Perera Robbio ha dicho que aquellos sin actitudes nobles, que se desapegan de la piedad y la ternura, muy poco deben haber leído al Apóstol, y algunos jamás se acercaron con el corazón a La Edad de Oro (una revista sin edad y escrita en oro, como la calificó el ilustre Reinaldo Cedeño).

Quien conoce al Maestro, quien se aproxima, sin dobleces, a la hondura de su pensamiento, nota que está ante una obra de afectos y justicia, la contraposición inequívoca de «la dulce plática del amor al evangelio bárbaro del odio».

Ni los rigores del presidio, en el que no escribió un solo verso, ni las desgarradoras escenas que presenció tan tempranamente allí, ni siquiera los grilletes que le dejaron llagas espantosas, pudieron mermar el alma de quien, con 17 años, grabó en letra un credo al que se abrazó durante su vida: «Y yo todavía no sé odiar ».

Lo que sobrevino, toda su épica y entrega en favor de la dignidad, la libertad, y su empeño, casi obsesivo, por «desatar a América y desuncir al hombre», confirma que jamás odió.

En un referente inagotable de la ética de nuestro proyecto social, como es Ese sol del mundo moral, Cintio Vitier advierte que «Martí encarna un nuevo tipo de revolucionario que no se resigna a partir de los postulados del colonizador (el desprecio, la represalia, el odio)… que escapa a la trampa del resentimiento (victoria profunda del enemigo)… para situar el combate en su propio terreno y pelear solo con armas altas, limpias y libres: “la pureza de su conciencia”, “la rectitud indomable de sus principios”».

Los que tuvieron la dicha de conocerlo atestiguaron para nosotros haberse relacionado con un hombre generoso, afable, inteligente, conversador, de mente ágil, atento, respetuoso, de gran corazón, admirado y querido. Mas cuando se hallaba en los afanes de la «guerra sin odios» también podía vérsele taciturno, nervioso, andando de prisa de un lado a otro.

El poeta Rubén Darío, al narrar su encuentro en España con el Héroe Nacional de Cuba, contó que era «pequeño de cuerpo, rostro iluminado, voz dulce y dominadora al mismo tiempo». Ambos tienen una anécdota en común, que la atesora el libro Yo conocí a Martí, de Carmen Suárez León.

Caminaban por la calle y no se habían desplazado mucho cuando escucharon una voz a lo lejos: «¡Don José! ¡Don José!», lo llamaba un negro obrero, que afectuoso, entregó a Martí una lapicera de plata como obsequio. «Vea usted el cariño de esos pobres negros cigarreros. Ellos se dan cuenta de lo que yo sufro y lucho por la libertad de nuestra pobre patria», significó a su acompañante.

Solo un ser de su dimensión humanista, sin el menor sentimiento avieso, podría asumir aquel gesto. Eligió construir, fue de los que prefirieron zafarse de las cadenas de la maldad; la integración antes que la división; ser estrella antes que yugo. Odiar, en su filosofía, es la más pecaminosa de las esclavitudes: «El amor es quien ve» —dijo él—; es lo que redime. Ser consecuente con su legado es también entablar todos los días una pelea martiana contra los odios.

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