Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Un hueco en el trono de la reina

Autor:

Yoelvis Lázaro Moreno Fernández

Yo en mi barrio hacía el cuento y la gente no me lo creía. Pensaban que era exageración, pura ficción mía, hasta que un día, luego de varios meses de lo ocurrido, en pleno bulevar camajuanense una mujer cincuentona me identificó, ya tranquila, ya dispuesta a burlarse hasta de ella misma, y me dijo: «Ay, tu cara me parece conocida. Tú estabas aquella noche en la guagua cuando aquel guajiro imbécil...». Y fue cuando yo caí de nuevo. No tuvo que explicarme más nada. Bastó parte de su frase para que regresara en mi mente a uno de los episodios más simpáticamente tristes que he vivido, con cierta mezcla de gracia, irritación y vergüenza ajena.

El hecho de que la señora me hubiera reconocido sin mucho miramiento vino a confirmarme una verdad tan folclórica como indiscreta: en pueblo chiquito casi todo el mundo sabe quién es quién, aunque sea de vista. Por eso no les quedó más remedio a los incrédulos de mi cuadra que acabar asimilando la anécdota, porque la mujer me dio santo y seña de su vida, y para mi favor, ya yo podía indicar con seguridad: «Lo que les cuento le pasó a Fulanita, que vive allá, y si quieren vayan a preguntarle, que sin complejos les va a decir mejor que yo cómo fue todo».

Pero siempre aclaro que si yo fuera ella no permitiría que ni por aproximación me hablaran del tema. Sin embargo, la muy campechana ahora goza recordando las lágrimas de rabia que le hicieron echar. Sí, porque cuando tus planes de diversión te los hacen añicos, ripios, casi harapos, de manera cruel y hasta inocente a la vez, la impotencia se acumula para luego desgarrarnos como si se deshilara.

Aquel día la señora de marras se disponía a una fiesta nocturna en casa de unos parientes santaclareños. Con un vestido estampado que llegaba a los tobillos, todo glamur, todo elegancia, ella se montó en el último ómnibus de la ruta Vueltas-Santa Clara, una Girón bastante maltrecha por el uso y los años, con un cartel grandísimo rotulado en los cristales delanteros que servía de jovial identificativo: la reina de la noche.

Así decía, medio rimbombante, aquella guagua con ínfulas de emperatriz, tan salvadora en el desolado imperio del transporte público a altas horas de una jornada, y que, sorpresivamente, como Isabel la de Inglaterra, falleció un día de pandemia aunque todavía se movía a pesar de sus «achaques» técnicos.

La reina, como algunos jocosamente le llamaban, era una especie de confronta rural que barría por las paradas, en ella cabía todo, lo mismo maletines, mochilas, tanquetas, gallinas y puercos en sacos, y de vez en cuando hasta alguna que otra bicicleta. Aquella soberana populachera no desamparaba a nadie.

La noche del suceso la guagua venía repleta, costaba trabajo caminar por dentro de ella. Y aunque la glamorosa señora andaba contenta porque se acercaba la celebración, iba parada a un costado del pasillo del ómnibus, bastante incómoda y apretada.

Como si fueran pocos lo que ya estaban, el chofer detuvo el carro para recoger a unos campesinos con sombreros y camisas de mangas largas que habían dejado sus caballos en otro lugar, al parecer, y traían puestas las espuelas.

Lo que ellos querían era un aventón en un pequeño tramo. Pero ya no cabía nadie más, y seguía montándose gente y más gente en el cuerpo de aquella  singular majestad de la movilidad pública, tan pequeña como generosa. Al punto de que los paisanos con indumentaria de jinetes, que se bajarían a pocos kilómetros de haberse montado, tuvieron que avanzar a como pudieron, entre valijas, bolsos, sacos...

Llegado el momento del descenso, se dio entonces el tenebroso incidente. La espuela de uno de los hombres enganchó la punta del vestido de la engalanada señora. Y ya usted podrá imaginar lo que pasó: por mucho que le gritaron: ¡Cuidado, cuidado! ¡Espérese, por favor, espérese!, no hubo manera de aguantar la súbita ruptura, el bestial quebrantamiento del selecto ropaje que en fracción de segundos cedió ante la fuerza bruta de un guajiro apurado.

Cuando la espiga metálica agarrada al pie del campesino dejó a un lado la tela fuertemente herida, la apariencia de la parte baja del vestido era la de un papel picado por un niño que está aprendiendo a rasgar. No se había hecho más que un hueco, ¡un solo hueco!, el suficiente como para que la mujer, encabronada y casi desnuda de las rodillas hacia abajo, hubiera querido que la tierra se abriera y se la tragara de la pena. Porque el culpable ya se había quedado en su destino, mientras ella, sabiendo que muchos pasajeros reían disimuladamente, seguía allí, deshecha por dentro, desvestida en medio de tan singular reinado, a bordo de aquella especialísima emperatriz, en cuyo trono compartido por todos podían pasar historias como esta.

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