Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

26 de julio: ¿El rito preserva al mito?

Autor:

Ricardo Ronquillo Bello

Setenta años después de los sucesos del 26 de julio de 1953 los cubanos no podemos aceptar la celebración de aquellos acontecimientos como un rito patriótico que nos toca por la libreta de los racionamientos históricos.

La actual realidad de Cuba, en el contexto provocador de este mundo, no está para formalidades, mucho menos para aceptarlas para hechos de la significación de aquel amanecer, en que la vanguardia revolucionaria de una generación de jóvenes, con Fidel Castro al frente, se propuso no dejar morir al Apóstol en el año de su centenario.

A siete décadas de los asaltos a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes y ante una de las encrucijadas más delicadas de nuestra historia, precisa sopesarse que ha sido en la adversidad donde se puso a prueba siempre la agudeza de nuestros liderazgos, compensada con la grandeza moral del pueblo cubano.

De alguna manera las rebeliones en este país, incluyendo la de aquella mañana de la Santa Ana, además de contra los desmanes y la injusticia de otros, debieron levantarse contra nosotros mismos, cuando no fuimos capaces, por causas diversas, de garantizar el éxito y su perdurabilidad.

Así ocurrió en la llamada Guerra Grande, o en la Chiquita, contra el colonialismo español, y en otros cruciales contextos políticos, en que la casualidad, la causalidad, la imprevisión, o la combinación de factores diversos nos condujeron a reveses o nos ubicaron en desventaja o situaciones muy complejas.

Precisa remarcarse que cuando prevalecen la grandeza y la dignidad de los cubanos es posible derrotar hasta a la derrota. Eso fue lo que hizo posible el milagro que Fidel, el líder de aquel movimiento, llamó convertir los reveses en victorias.

El mismo Fidel enfatizó siempre en el peso de nuestros aciertos políticos, o de los errores, en el éxito o el fracaso de la Revolución, a la que siempre veía como una continuidad de la que se había iniciado el 10 de octubre de 1868 en el ingenio La Demajagua. Para el líder histórico parte de la capacidad rectificativa y regenerativa de la propia Revolución dependía de que siempre la consideráramos, además de falible, inconclusa.

De esa certeza provendría su duro aldabonazo del 17 de noviembre, a los 60 años de su ingreso a la Universidad, cuando alertó que las amenazas principales para la derrota de la Revolución nunca provendrían de fuerzas extrañas, sino de las flatulencias que, si no éramos vigilantes, podrían engendrarse de ella misma.

Solo una clara conciencia de esa posibilidad puede evitar que, como advirtió, y también sufrió uno de los más destacados líderes de los jacobinos franceses
—Jorge Jacobo Danton—, la revolución, como Saturno, acabe devorando a sus propios hijos. Porque la historia demuestra que las revoluciones no solo pueden terminar devorando a sus hijos, sino que, no pocas veces, terminaron devorándose a sí mismas.

Por ello tiene tanto simbolismo que Miguel Díaz-Canel, continuador en el liderazgo revolucionario de aquella generación, distinguiera, en la clausura de la recién culminada sesión ordinaria de la Asamblea Nacional, no solo el hecho de que dos de aquellos «muchachos» que quisieron tomar el cielo por asalto un 26 de Julio —el General de Ejército Raúl Castro Ruz y el Comandante de la Revolución Ramiro Valdés Menéndez—, nos acompañaran en ese foro. Lo más relevante fue reconocer que ambos siguen asaltando fortalezas todos los días, con el pie en el estribo de las dificultades y, lo que es más llamativo, con el fusil apuntando a los errores.

Tantas décadas después es la única forma de glorificar, como exaltó Díaz-Canel, a aquella representación de lo mejor de la juventud cubana que juntaba sueños, escarbaba en sus escasos ahorros o vendía lo que tenía en propiedad, para emprender un viaje a Santiago de Cuba y Bayamo, y como mártires, o como héroes, sin ellos mismos saberlo, entrar en la historia cubana.

El seguimiento reposado a los debates de esa sesión del Parlamento nacional, en las vísperas de los 70 del 26 de Julio, devela que no son pocos los desafíos para completar la obra de libertad, prosperidad y justicia que llevó a aquellos jóvenes a intentar tomar por asalto aquellas fortalezas militares orientales.

La Revolución en el poder, 65 años después de la apoteósica victoria de 1959, en otro momento del desarrollo, de la búsqueda de la soberanía, la independencia y la justicia social, y bajo distintas circunstancias y presupuestos, podría volver a tener, en parte del Programa del Moncada, una salida para la situación de crisis combinada —arreciada por el bloqueo yanqui— que enfrentamos en el siglo XXI.

 Pensemos sino en el problema de la tierra, o en el de la industrialización, o en los cientos que parasitariamente no acceden al empleo, pese a ser una garantía básica de justicia en Cuba, o en el de la vivienda, o en la reforma de la educación para formar en los valores de ciencia y conciencia requeridos, o hasta la salud pública, conquista tremenda también de la Revolución resentida por la crisis material y de valores.

Lo anterior no sería hoy la solución de todos los diversos y complejos problemas acumulados, pero muy bien podría ser el principio de otras muchas soluciones y bendiciones materiales y espirituales en deuda. Esta es otra rebelión que como revolucionarios cubanos del siglo XXI nos debemos. Para juntar con toda su fuerza el rito y el mito. Como pidió Raúl desde entonces, contra todos los quietismos.

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